“Apocalipsis”

El hospital se encontraba ubicado en una de las entradas de la ciudad,
por lo que, al volante de mi Volkswagen, me resultó sencillo seguir las
indicaciones que jalonaban el camino desde la autovía hasta llegar a mi
destino. Nada más acceder al recinto, encontré una plaza libre en el
aparcamiento dispuesto frente al flamante edificio que albergaba a uno de
los nosocomios privados más prestigiosos de la provincia.
La recepción del centro era digna de un hotel cargado de estrellas, de
impolutos suelos de mármol blanco y paredes salpicadas por amplias
cristaleras que permitían que la luz natural se propagase sin cortapisas. Un
flamante sofá de genuina piel, escoltado dos butacones estratégicamente
ubicado frente al mostrador de entrada, servía de fondeadero a quienes
aguardaban para ser atendidos; como banda sonora de fondo, la suave
melodía que se emitía por sistema de megafonía contribuía a hacer aún más
agradable el ambiente. Amplios maceteros habitados por frondosas plantas
y alguna que otra lámina representando exóticas variedades del reino vegetal,
expuestas sobre los resplandecientes pilares rectangulares que emergían del
suelo en pos del techo, completaban la decoración.
Una vez que me llegó el turno, la recepcionista, una atractiva señorita
de ojos marrones y tez morena, me indicó como llegar a la habitación
trescientos treinta y tres.
– Tercera planta. Pasillo de la izquierda. Penúltima habitación
contando desde la entrada –, dijo la joven indicando el camino que debía
seguir a la vez que, con un leve movimiento de la mano, señalaba el
emplazamiento de los ascensores.
Me costó más de la cuenta desengancharme de su mirada antes de
iniciar un corto periplo por las entrañas del edificio. Casi al final del pasillo
indicado, la puerta de la habitación que estaba buscando, sobre cual lucía un
flamante trio de treses, apareció ante mí. Estaba a punto de conocer a mi
enigmática cliente.
Cuando ejercía la profesión en Madrid, la ciudad a la que de cierta
manera seguía perteneciendo, llegué a entrevistarme con quienes
presuntamente estaban interesados en contratar mis servicios en los más
variopintos lugares: cafeterías, parques públicos, lobbies de hoteles, terrazas
en plena calle, paradas de autobús, clubes de striptease, en el parque
zoológico y hasta en una cabina del teleférico de la Casa de Campo; puede
que muchos de mis potenciales clientes sintiesen un cierto pudor a la hora de
visitar el despacho de un detective privado, o quizá se dejasen llevar por todo
lo inquietante que suele envolver a mi profesión y optasen por escenarios
más acordes al argumento de una novela de serie negra. Pero, hasta la fecha,
aquella era la primera vez que se requerían mis servicios profesionales desde
la habitación de un hospital y en calidad de paciente ingresada.
Margarita Ribombeau, así se llamaba la mujer demandante de mis
servicios, había contactado conmigo a través de Elena Morolas, abogada en
ejercicio con despacho abierto en la ciudad para quien yo solía trabajar. La
cliente insistió en adelantarme el importe de la consulta y los gastos de
desplazamiento desde mi lugar de residencia, ubicado en la playa, por lo que
me hizo llegar una transferencia acabada en un par de ceros. A cambio, yo
debería escuchar su historia y decidir después si podría ayudarla.
Si bien en aquellos momentos andaba más preocupado en seguir los
combates de una joven promesa local, un chico con una zurda de piedra con
un impresionante curriculum amateur en el peso welter, que atender casos
de particulares, la situación tan sui generis de la señora Ribombeau, y su
desparpajo manejando billetes, me hicieron aceptar aquella entrevista.
¿Qué pudiese urgir tanto a una persona inmersa en tales circunstancias
como para contratar los servicios de un detective privado?
Mis nudillos tamborilearon con suavidad sobre la puerta. Esperé unos
segundos antes de abrir y entrar. Recordaba que en los hospitales se entra sin
esperar respuesta.
La habitación era amplia y luminosa. Frente a una cama geriátrica, un
amplio diván y una mesita de estar sobre la cual aparecía encendido un
televisor de treinta pulgadas conferían a la estancia un toque acogedor.
Dos mujeres ocupaban la habitación. Permanecieron en silencio,
sentadas una junto a la otra, escrutándome inquisitivamente con la mirada
mientras me presentaba. No me fue difícil dilucidar quién de ellas era
Margarita Ribombeau; se encontraba acomodada en el butacón más próximo
a la cama. De edad avanzada, el color de su piel, apergaminada por los años
y la enfermedad, contrastaba con el blanco inmaculado de su pelo; sus ojos,
avispados y vivaces, de un azul intenso, parecían estar prisioneros dentro de
una anatomía a la que las ganas de vivir hubiesen ya abandonado.
– En primer lugar, he de agradecerle que haya aceptado mi invitación
– para mi sorpresa, su voz sonó clara y templada.
– Invitaciones así no suelo rechazar – contesté.

– Acerque esa silla y tome asiento – dijo a continuación. – Permítame que le presente a Verónica, hija de un primo hermano mío que se marchó a la República Dominicana allá por los años setenta y que ahora hace las veces de mi enfermera particular – prosiguió-; ya lleva algún tiempo a mi lado y es persona de mi total confianza, por lo que deseo que esté presente en esta conversación.

No iba a ser yo quien se opusiese al deseo de mi enigmática anfitriona. Sentada a la derecha de quien era objeto de sus cuidados, una mujer muy bien parecida, de agraciado rostro y piel bronceada, permanecía atenta a todo lo que allí acontecía.

– Antes de empezar – al igual que una actriz entra en escena siguiendo las pautas del guion en una obra de teatro, Verónica se levantó de su asiento -, déjeme que compruebe su tensión arterial – con tono dulce y calmado, con el acento propio de aquellos que aprendieron a hablar el español como lengua materna allá en el Caribe, se dirigió a la anciana.

Encantado de la vida asistí a aquella escena. La enfermera particular lucía un vestido blanco, a medias entre un uniforme y una bata médica, ajustado a la cintura y que acababa un palmo sobre sus rodillas evidenciando la escultural anatomía de su portadora. Verónica, manejando con habilidad un tensiómetro de brazo, se inclinó sobre su patrona; unos instantes después, confirmaba satisfecha que la tensión arterial de la anciana estaba dentro de los límites establecidos para calificarla de normal antes de girar sobre sí misma y volver, con paso lento y extraordinariamente sugerente, a ocupar su asiento.

Si en esos momentos hubiesen probado conmigo aquel aparato mis guarismos hubiesen triplicado a los de la anciana. Desde hacía ya algún tiempo la vida se mostraba bastante cruel con mi persona, colocando en mi camino mujeres extraordinariamente seductoras, estrellas fugaces protagonistas de los momentos más cotidianos e insospechados, bellezas todas ellas fuera de mi alcancé. Con la misma resignación con la que cuando era niño contemplaba los escaparates de la pastelería de mi barrio, y su selección de dulces y pasteles inasequibles para las cinco pesetas que anidaban en mis bolsillos, regresé a los ojos, avispados y vivaces, de Margarita Ribombeau.

– Todo esto tiene una enorme carga emotiva para mí – aclaró mi interlocutora justificando el control de su tensión arterial-. Si bien es cierto que no albergo expectativas de futuro, deseo abordar un asunto que me resulta de especial importancia.

– Usted dirá – la invité a continuar consciente de su situación.

Para muchas personas, el ingreso en un hospital supone un breve paréntesis, más o menos atormentado, en su vida; un periodo de tiempo que, una vez ser superado, pasa a ser relegado de inmediato a la categoría de mera anécdota dentro de su curriculum vitae.

Pero para otras tantas personas, dicho trance supone un antes y un después, y en ocasiones, la antesala de un adiós. Atrapados en un submundo de dolor y angustia, dominados por la incertidumbre, aquellos que han de hacer frente a una enfermedad grave, en definitiva, a la muerte, comienzan una nueva y limitada existencia que en nada tiene que ver con cómo eran sus vidas anteriormente. Al cabo de un tiempo, revestidos de sus nuevas identidades, totalmente identificados con la realidad que les rodea, en la mente de los enfermos tan solo hay sitio para interpretar los síntomas de sus dolencias, ensalzar las bondades de la medicación que se les administra y cuestionar la pericia de los médicos que les atienden.

– La letrada Elena Morolas me ha hablado de usted. Dice que es un buen profesional y que, para mi bien, ya estoy fuera de su alcance – la anciana esbozó una tímida sonrisa -. Entiendo que todo lo que aquí se diga será tratado con la debida reserva – añadió.

– Por supuesto – afirmé.

Margarita Ribombeau se expresaba con soltura, lo que demostraba una buena formación intelectual y que su cerebro, al contrario que el resto de su cuerpo, se resistía a claudicar ante la enfermedad.

– Mi marido falleció hace algo más de año y medio. Yo heredé toda su fortuna. Hubiese sido una justa contraprestación, por tener que aguantar a semejante bribón durante más de cuatro décadas, de no haber llegado tan tarde. No entro en más detalles al respecto, pero puedo asegurarle que después de enterrarle la vida comenzó a sonreírme… ¡Hasta que me diagnosticaron esta perversa enfermedad! – se lamentó.

La anciana posó durante unos instantes su mirada sobre Verónica en señal de silente agradecimiento por la encomiable labor como cuidadora que estaba realizando, cosa que aproveche para hacer lo mismo con un propósito algo menos loable.

– Pues bien – Margarita Ribombeau decidió proseguir con su relato -, el pasado mes de abril, sabedora de la enfermedad que me aqueja y del pronóstico adverso que inevitablemente le acompaña, de entre todas las cosas materiales que heredé, seleccioné aquellas de las que, por un motivo u otro, quería deshacerme y dispuse ponerlas en venta. A tal efecto, como suponía que tendrían un cierto valor, por medio de una casa de subastas organicé un evento al que acudió numeroso público: en una sola mañana la mayor parte de los enseres puestos a disposición de los asistentes al acto fueron liquidados, por lo que obtuve un considerable beneficio económico. Además, disfruté de lo lindo desprendiéndome de aquellos trastos que perpetuaban en mí el ingrato recuerdo de quién fue su dueño. Finalizada la subasta, a punto estaba de regresar a mi domicilio cuando un hombre se me acercó interesado en adquirir un palo de billar que, dentro de su estuche, esperaba recibir alguna oferta.

El relato de la anciana se vio interrumpido cuando el equipo de infusión intravenosa al cual estaba conectada avisó con un estridente pitido de que la sesión de sueroterapia había concluido. Diligentemente, Verónica entró nuevamente en acción manipulando el equipo hasta que el sonido cesó.

– Ese hombre… No era de fiar – continuó diciendo Margarita Ribombeau -. Lo advertí al instante… Algo en su aspecto, en la manera de mirar… Como le estaba diciendo, se acercó a mí y, señalando con su índice extendido al palo de billar, me preguntó que si se trataba de “Apocalipsis” (1).

(1) En sentido figurado, un apocalipsis puede ser un evento catastrófico de consecuencias devastadoras.

– El que fue su marido – me atreví a intervenir –, debió ser un gran aficionado al billar para poner nombre a su taco.

– ¡Para nada! Jamás le vi mostrar interés alguno por ese juego o deporte. De hecho, yo misma desconocía la existencia de ese palo de billar… Apareció de repente, como por arte de magia, metido en un estuche que yacía bajo un motón de legajos, en el fondo de la caja fuerte ubicada en su despacho.

– ¿Un taco de billar en una caja fuerte?

– Si, por eso supuse que se trataría de un objeto sumamente valioso y lo incluí en la relación de objetos que decidí subastar. Pero la estimación realizada por los expertos de la casa de subastas concluyó que no era así.

– No es muy lógico guardar en una caja fuerte algo que carece de valor – aquel dato me pareció relevante -. ¿Y cómo es que aquel hombre conocía la existencia del taco? – continué diciendo-. Incluso sabía que tenía un nombre… – aquella historia comenzaba a interesarme.

– ¡Eso mismo pensé yo! Cuando le pregunté si deseaba hacer una oferta, se quedó mudo, mirándome fijamente sin decir palabra, con una expresión de ira contenida que realmente llegó a asustarme.  A continuación, se dio media vuelta y desapareció de mi vista. No volví a verle hasta hace unos días, poco antes de que me tuviesen que ingresar en este hospital una vez más…

– ¿Seguía interesado en el palo de billar? – pregunté adivinando la respuesta.

La anciana contestó afirmativamente con un escueto monosílabo.

– Continúe, por favor.

– En un primer momento, como se puede usted imaginar, rechacé recibirle por lo que ordené a mi querida Verónica que le despidiese con viento fresco.

Ante la alusión de su patrona, Verónica esbozó una tímida sonrisa en la que intentó mezclar, en partes iguales, rubor y agradecimiento; un gesto que se me antojó vacío, fingido, irreal.  Me costaba creer que una mujer de ese calibre pasase las horas sin más, fielmente apostada al lado de la anciana, sin otra pretensión que atender la malograda salud de Margarita Ribombeau.

Ésta continuó con el relato de lo acontecido.

– Pero cuando aquel hombre entregó a Verónica una fotografía, con casi toda seguridad tomada varios años atrás, en la que aparecía junto a quien fue mi esposo, cambié de opinión. En este punto, señor Laredo, he de decirle que, si bien yo no era del todo ajena a las actividades que el que por aquel entonces era mi marido desarrollaba, tampoco era consciente de hasta qué punto algunos de sus negocios eran… – Margarita Ribombeau vaciló por unos instantes antes de continuar hablando – Algo turbulentos… –afirmó finalmente.

– Y tan inesperado visitante, ¿tenía algo que ver con esa turbidez? – pregunté.

Margarita Ribombeau asintió con un leve movimiento de su cabeza.

–  Fue entonces cuando me dijo que se llamaba Malaquías, y que no deseaba hacerme ningún mal, ni salpicarme con sórdidas historias del pasado de las que, por otra parte, yo no había sido protagonista. Tan solo quería saber si el palo de billar seguía en venta. Antes de que yo pudiese contestar su pregunta, extrajo del bolsillo interior de la chaqueta que vestía un puñado de billetes amarillos, de esos de doscientos euros, y comenzó a depositarlos, enumerándolos en voz alta, sobre una mesita de té situada frente a mí.

– ¿Y hasta cuanto llegó a contar? – me interesé.

– Hasta diez – afirmó la anciana.

– ¡Vaya! Un conteo digno de un nocaut (2) – afirmé después de dejar escapar un ligero silbido -. Una excelente oferta para tratarse de una pieza sin valor aparente.

(2) Vocablo que significa “fuera de combate”, que es la manera de obtener el triunfo en muchos deportes de contacto.  En ocasiones, el árbitro de la contienda realiza un conteo a diez antes de decretar el nocaut.

– En efecto. De no haber sido porque me deshice de “Apocalipsis” poco tiempo después de celebrarse la subasta.

Por primera vez, Margarita Ribombeau se refería al palo de billar utilizando su nombre.

– Creo que me he perdido algo importante – invité a la anciana a explicarse.

Me acomodé en mi asiento a la espera de que Margarita Ribombeau, tras beber un sorbo de agua de la botellita que diligentemente su enfermera particular le ofreció, continuase hablando.

– Deseosa de perderlo de vista, y siguiendo el consejo de mi querida Verónica, como no me había podido deshacer de él en la subasta, doné el palo de billar a una de esas asociaciones supuestamente benéficas que malgastan el tiempo organizando rifas para recaudar fondos en beneficio de perros abandonados y gatos callejeros. Cuando expuse al tal Malaquías lo acontecido se mostró muy nervioso y contrariado. No dejaba de repetir “¡yo quería comprarlo, tenía que ser mío!” y “¡alguien más debe saberlo, alguien más debe saberlo!” mientras deambulaba como una gallina sin cabeza por mi sala de estar. Conseguí que se calmase ofreciéndole una copa de mi mejor brandy y le exigí que me explicase el porqué de su comportamiento. Lo que me contó entonces me dejó de una sola pieza; en un primer momento, no lo llegué a creer. Achaqué su historia al delirio provocado por alguna secreta adicción; o quizá fuese fruto de una carencia intelectual. Pero no, ese hombre estaba desesperado, sí; pero cuerdo y sano.

Margarita Ribombeau me miró con recelo, como si pudiese ser enjuiciada por lo que se disponía a decir.

– “Apocalipsis” es un taco muy especial. Ya le he comentado que no es una obra de arte en sí mismo, no posee ningún tipo de valor artístico. El motivo que le hace tan singular es que quien juega con él… ¡Jamás pierde una partida! – aseveró la anciana con total convencimiento.

– ¡Vaya! – no pude ocultar mi sorpresa -. Y eso, ¿a qué se debe? – pregunté sin poder ocultar un tono de chanza en mis palabras.

Margarita Ribombeau me miró fijamente, reprendiéndome por unos instantes con su silencio.

– Es asombroso… Lo sé. Pero el tal Malaquías me dio cumplido detalle de las ganancias que él, bajo el mandato de mi difunto esposo, obtuvo jugando con ese taco – continuó diciendo con cierta aspereza.

– Entonces… ¿Por qué necesitaba su marido a ese individuo? Si, según me dice, el taco tiene unas cualidades tan increíbles que, con tan solo blandirlo, hace ganador a quien lo manejase… ¿Por qué no juagaba él personalmente? – un patente tono de incredulidad asomó en mis palaras.

– Ya le he dicho que ese tunante con quien me casé no sabía nada de billar. Por el contrario, parece ser que Malaquías es un jugador de cierta reputación… Su presencia se hacía imprescindible en las partidas en las que se apostaban importantes sumas de dinero, lo que, por otra parte, hacía más creíble que siempre saliese victorioso en los envites más altos. A cambio de un porcentaje por partida, Malaquías desempeñaba correctamente su papel.

– Perdóneme señora… No quisiera importunarla con mi pregunta, pero… ¿Estamos suponiendo que, por lo que dijo el tal Malaquías, ese palo de billar posee unas cualidades fuera de lo normal que hacen imbatible a quien juega con él? – en ese punto de la conversación, no pude dejar pasar por alto aquello que me parecía una quimera propia de mentes sumamente frágiles.

– ¡Me importa un bledo si usted lo cree o no! – para mi sorpresa, la anciana respondió a mi cuestión con vehemencia -. ¡No pretendo convencerle a usted de nada!¡No dispongo de tiempo, ni de suficiente energía, para intentar hacer algo así!¡Tan solo quiero que averigüe dónde se encuentra “Apocalipsis” para que yo pueda adquirirlo de nuevo!

Un denso silencio se hizo presente en aquella habitación. Ante el enojo de su patrona, Verónica recuperó la botellita de agua y volvió a ofrecérsela. Aguardé a que Margarita Ribombeau acabase de beber para seguir hablando.

– Tiene usted razón – asentí-. Eso no es asunto mío. Pero, antes de comenzar a trabajar, necesito saber cómo es lo que tengo que encontrar.

Atendiendo a un leve gesto de la anciana, Verónica extrajo de uno de sus bolsillos un lápiz de memoria y me lo entregó.

-Ahí tiene usted toda la información que necesita, incluidas las fotografías del palo de billar que se tomaron con ocasión de la subasta – a Margarita Ribombeau no le costó recuperar una aparente tranquilidad. – La letrada Morolas, además de asegurarme que se puede confiar en usted, me adelantó cual sería el importe de sus honorarios. Me he tomado la libertad de tener preparada esa cantidad en efectivo, que se verá incrementada con un plus de idéntica cuantía en caso de que culmine sus pesquisas con éxito.

– Veo que lo tiene usted todo bajo control, señora – afirmé cogiendo el sobre que me tendía una mano temblorosa de dedos sarmentados y nudosos.

– Solía ser así, señor Laredo. Pero ya no es lo mismo… – afirmó con u hondo pesar.

– Un par de cuestiones más antes de marcharme. ¿A qué asociación benéfica donó usted el taco?

En esa ocasión, fue Verónica quien tomó la palabra.

– Contacté con varias protectoras de animales, pero me es imposible recordar a cuál de ellas se donó finalmente. Una buena mañana pasaron a recogerlo a domicilio y se lo entregamos sin más…

–  No dejaron nada, un recibo o una tarjeta de visita…

La sensual caribeña negó con la cabeza bajo la mansa mirada de su patrona.

– Por último -, me aventuré a inquirir de nuevo sobre lo sorprendente de aquel asunto -. ¿Por qué me ha contado que “Apocalipsis” tiene ese don tan especial? Con tan solo demostrar que ese palo de billar ha sido de su propiedad y manifestar que tiene la voluntad de recuperarlo, existen motivos suficientes para intentar encontrarlo.

Margarita Ribombeau me miró fijamente. Antes de contestar entrelazó los dedos de las manos llevándolas hasta su pecho.

– La letrada Morolas me dijo que podía confiar en usted y que no omitiese nada que le pudiese ayudar en su cometido – dijo sosteniéndome la mirada -. Y ahora, voy a rogarle que me disculpe, pero es hora de que vuelva a mi rol de anciana moribunda. Le deseo mucha suerte, señor Laredo.

***

Aquella historia no había por dónde cogerla.

Resultaba un hecho incuestionable que, a pesar de que la sabiduría y la experiencia personal van aumentando con los años, a medida que se envejece la capacidad de discernir ante un engaño se reduce notablemente. Todavía no sabía bien quién y cómo, pero era más que evidente que a Margarita Ribombeau querían endosarla una monumental trola para sacar partido de ella. La asunción como cierta por parte de mi cliente de aquella rocambolesca historia me obligaba a dar respuesta a un par de interrogantes.

Decidí encontrar la respuesta al primero visitando los distintos salones de juego que aún sobrevivían en la ciudad, en los que las mesas de billar compartían lugar y protagonismo con los futbolines; aquellos locales, cuya estética parecía seguir anclada en el siglo pasado, en donde se jugaba al billar en sus modalidades más destacadas: el billar americano, conocido también como pool, y el billar a tres bandas.

Por lo que pude averiguar, donde se apostaban las cantidades de dinero más sustanciosas era en la modalidad de pool, en su variedad conocida como “bola 9” (2). Las partidas se solían concertar en un local que, emplazado en uno de los barrios que formaba parte del casco histórico de la ciudad, se revelaba como el lugar en el que se daban cita los más avezados jugadores y, por lo tanto, el escenario ideal para que “Apocalipsis” hubiese hecho acto de aparición.

            (2) Variedad de billar en la que se juega en la mesa y con las bolas de billar americano. Se emplean solo las bolas numeradas del 1 al 9, y deben entronerarse por orden. El jugador que entrona la bola 9, gana la partida.

Después de jugar unas cuantas partidas, y de perder ochenta euros en los sucesivos envites en lo que me vi inmerso, decidí indagar sobre el tal Malaquías, cuya descripción me había sido facilitada en la documentación proporcionada por mi cliente.

– Hace mucho que no se le ve por aquí – me aseguró mi último contrincante después de embocar con éxito en una de las troneras la bola que exhibía una franja naranja en donde aparecía enmarcado el número 9 -. ¡Tuvo una racha increíble! Llegó a ganar más de trece partidas consecutivas… ¡Partidas donde se apostaba pasta de verdad! – aseguró mientras recogía, casi con desprecio, el billete de diez euros que yo había colocado en un lado de la mesa antes de empezar a jugar-. Luego, desapareció sin dar la revancha a muchos de quienes habían jugado contra él, y eso no está bien visto por aquí…

– Un tipo con suerte – afirmé aceptando una nueva partida con mi rival, a modo de desquite, que a buen seguro vaciaría mi cartera un poco más. Pero aquel con quien jugaba, un habitual de las partidas de envite, parecía estar dispuesto a darle a la sinhueso (3), por lo que pensé que aquella inversión podría merecer la pena -.  Seguro que manejaría un buen taco – apostillé mientras pasaba la tiza sobre el casquillo de mi palo de billar.

             (3) Familiarmente, la lengua como órgano de la palabra.

– No crea que jugaba con un Balabushka (4). ¡Gastaba un taco de lo más normal!

(4) George Balabushka fue el fabricante de tacos de billar más relevante de todos los tallistas que se han dedicado a esa labor hasta el momento, por lo que se le conoce con el sobrenombre de el “Stradivarius” de palos de billar. Produjo alrededor de unos mil tacos artesanales antes de morir. Son objetos de colección muy valorados; en una subasta, pueden llegar a recibir pujas de varios miles de euros. Después de ser mencionados en la película de 1986 dirigida por Martin Scorsese “El color del dinero” los palos de billar Balabushka adquirieron aun mayor popularidad.

– ¿Dónde podría encontrarle? – pregunté después de embocar la bola verde marcada con el número seis en una de las troneras de la mesa.

– Si quiere encontrar a ese capullo, poco le puedo decir – mi contrincante pareció querer sincerarse conmigo -. Aquí, nos jugamos la pasta a las claras, de tú a tú, sin rollos chungos ni nada que se lo parezca. Nunca hemos tenido problema con la policía…– aseguró con recelo tras ver como fallaba mi intento de embocar la bola siete.

– No soy policía. Tengo un asunto pendiente con Malaquías. Me debe dinero – me expliqué telegráficamente después de haber fallado una bola fácil.

A continuación, recuperando su turno en la partida, mi oponente despachó las tres bolas que quedaban sobre el verde tapete. Recogió un nuevo billete de diez euros del lateral de la mesa y quiso dar la conversación por terminada.

– Dese una vuelta por los alrededores del barrio de Pescadería. Suelen verle merodeando por allí cuando cae la tarde; se dedica a captar apuestas para las peleas de gallos (4).

     (4) Andalucía junto con Canarias, son las únicas regiones de España en las que se permiten las peleas de gallos para la selección de la cría y mejora de la raza; deben celebrarse en criaderos con la única asistencia de sus socios. No obstante, en muchos de esos casos con la pelea se busca el lucro de los propietarios y las apuestas ilegales que se mueven en torno a los combates.

Un par de horas después, ya había localizado al tal Malaquías. Deambulaba al volante de un ostentoso Mercedes Benz pasado en años, de tasca en tasca por las laberínticas calles de aquel barrio, en busca de quienes gustaban de las apuestas clandestinas.

Aproveche el momento en el que, tras abandonar una vieja bodeguilla en donde se seguía vendiendo vino a granel, Malaquías volvía a su coche.

No era muy alto, y sus facciones podían ser las de cualquier otro mortal. De piel sonrosada y lechosa, sus ojos eran oscuros y brillantes. Tenía el pelo canoso y abundante, peinado hacia atrás desde las sienes. Se le veía bastante más avejentado en comparación a la foto que me había facilitado Margarita Ribombeau.

Había algo inquietante en su apariencia, pero me resultaba difícil determinar qué.

– Me han dicho que me puedes ayudar – le abordé por sorpresa.

En un primer momento, el hombre se detuvo a contemplarme de arriba abajo en un intento de averiguar con quien estaba hablando.

– ¿Quién coño eres? – me espetó intrigado.

– Alguien a quien puedes echar una mano… – dije sosteniéndole la mirada.

– Pues larga rápido o desaparece – rezongó con ademán chulesco – ¡Tengo cosas de las qué ocuparme!

Convencido de que se encontraba ante uno de esos pusilánimes que, a toda costa, deseaban entrar en el circuito de las apuestas que él manejaba, en donde hacía y deshacía al igual que un diosecillo todopoderoso, Malaquías se mostró rudo y prepotente.

Saqué de mi bolsillo una copia de la fotografía en la que aparecía junto al difunto marido de mi cliente y la sostuve delante de su nariz durante unos segundos.

Malaquías vacilo por unos instantes. De repente, se estremeció esbozando un aparatoso aspaviento para, acto seguido, intentar evadirse de mi presencia visiblemente nervioso. Hice amago de interponerme entre él y su Mercedes cuando hizo intento de subirse al coche, pero, de un empujón, me apartó de su camino. En su rostro se dibujó el semblante de una fiera acorralada, por lo que creí prudente dejarle marchar. Lo que había venido a hacer ya estaba hecho. Mientras se alejaba raudo de allí, memoricé la matrícula del Mercedes que conducía.

Media hora después, justo cuando comenzaba a anochecer, me encontraba aparcado de nuevo frente al hospital donde se encontraba ingresada mi cliente. Deseaba esclarecer la segunda de las incógnitas que albergaba en mi cabeza.

Desde el lugar que ocupaba, puede ubicar la ventana de la habitación de Margarita Ribombeau; la luz estaba encendida, la persiana levantada y las cortinas recogidas. Sin quitar la vista de la ventana, me repanchingué en el asiento de mi Volkswagen, encendí la radio y sintonicé varios canales hasta dar con uno que resultó de mi agrado.

La noche avanzaba lentamente. El hospital quedó sumido en un aparente letargo, sin apenas actividad visible desde el exterior. Poco después, las luces de la ventana que estaba vigilando se apagaron indicándome la posibilidad de que algo pudiera ocurrir. Me incorporé en el asiento, apagué la radio y comprobé que las llaves seguían puestas en el contacto. En ese momento, como si quisiese corroborar mi presentimiento, un taxi se detuvo frente a la entrada del edificio.

Verónica apareció por la puerta principal y se metió en el coche que la esperaba. Vestía un liviano abrigo de tres cuartos y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Seguir a aquel taxi fue pan comido; su pasajera despidió al taxista a pocos metros de la entrada del Gran Hotel, en pleno centro de la ciudad.

Mientras que Verónica desaparecía a través de las puertas giratorias del establecimiento pensé que tal vez acudía a una cita amorosa concertada con algún afortunado a quien, fuera quien fuese, en ese instante envidié con todas mis fuerzas.

Decidí aparcar y echar un vistazo.

– ¡Bingo! – exclamé cuando, al entrar en una calle adyacente, encontré aparcado el Mercedes que conducía Malaquías esa misma tarde.

Bajé del coche y, tras tantear el terreno, accedí al interior del hotel.

Me acerqué a la recepción con el pretexto de informarme sobre disponibilidad y precios del establecimiento; a continuación, con la excusa de encontrar un aseo, llegué hasta las inmediaciones del bar, lo que me permitió ver a Verónica sentada en la barra junto a Malaquías. Charlaban acaloradamente, con los nervios a flor de piel. Resultaba evidente; eran conscientes de que su plan estaba a punto de naufragar.

Ahora me tocaba a mí jugar para ganar esta partida.

***

Entré en la habitación 333 portado un estuche fino y alargado de color marrón. El rostro de Margarita Ribombeau, acusando la sorpresa, se iluminó mostrando una honda satisfacción. Por el contrario, las facciones de Verónica se crisparon en una mueca de plagada de recelo.

Dejé el estuche sobre la mesita en donde se encontraba el televisor y lo abrí delante de las dos mujeres que, en esta ocasión, formaban mi exigua audiencia.

– ¡Lo ha encontrado! – exclamó Margarita Ribombeau – ¿Cuánto ha tenido usted que pagar por él? – continuó diciendo sin poder apartar la vista del palo de billar. – Hice bien en hacer caso a la abogada Móralas y contratar sus servicios, señor Laredo – la anciana, quien seguía en el uso de la palabra, hizo ademán de levantarse de su asiento, pero apenas lo consiguió. En esta ocasión, no contó con la ayuda de su asistente; la caribeña, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza gacha, parecía aguardar el momento oportuno para poner pies en polvorosa con cualquier pretexto.

Mi cliente, haciendo gala de una energía hasta entonces ausente, extendió su brazo con la mano abierta agitándola en el aire, en un intento imposible de tocar el objeto cuya recuperación se había convertido en el centro de sus motivaciones.

– Ahora… Hemos de ser prudentes y poner a “Apocalipsis” a buen recaudo…  ¡A buen seguro que hay por ahí más de uno con la idea de hacerse con algo tan valioso! – concluyó recalcando con un gesto de coraje la importancia de las palabras que acababa de pronunciar.

– Señora… De eso no hay por qué preocuparse. O al menos eso creo – mi voz sonó huérfana después de escuchar la arenga de su arenga.

Margarita Ribombeau giró la cabeza hacia donde me encontraba. Por primera vez desde la apertura del estuche, sus ojos abandonaron la contemplación del palo de billar y se clavaron con fuerza en los míos.

-Pero detective… ¡“Apocalipsis” tiene una increíble virtud!

No iba a ser yo quien juzgara a una venerable octogenaria en el fragor de sus últimos días por creer en semejante quimera, ni a poner en duda la sensatez de su juicio. Tan solo me limité a exponer lo sucedido; de cómo localicé al tal Malaquías, poniéndole sobre aviso de que alguien más conocía sus intenciones y obligándole a ponerse en contacto con Verónica, su cómplice; de cómo la caribeña acudió presurosa y con nocturnidad a entrevistarse con el virtuoso del billar en un céntrico hotel; de cómo, a su salida, les filmé para tener así prueba de lo acontecido; de cómo volví a echarme a la cara a Malaquías, presionándole para que cantase y me entregara el taco a cambio de desaparecer de su vista y no acudir a la policía; de cómo grabé la confesión de Malaquías, en donde relataba cómo urdió el plan en connivencia con Verónica…

Margarita Ribombeau tragó saliva con dificultad.

– Malaquías y su sobrina estaban conchabados en el empeño de hacerle creer que “Apocalipsis” era la gallina de los huevos de oro para, después, darle la oportunidad de recuperarlo desembolsando un pellizquito de su fortuna. Aprovecharon astutamente la celebración de la subasta, pero no contaron con que, tras pedir consejo a su abogada, usted contrataría los servicios de un investigador privado – aseveré.

– ¿Cómo llegaste a conocer a ese individuo? – visiblemente decepcionada, sin mirar a Verónica a la cara, con la vista puesta en algún punto indeterminado de la habitación, Margarita Ribombeau preguntó a su sobrina a con la voz preñada de acritud.

Pasados unos segundos, y ante el silencio de la interpelada, creí oportuno intervenir.

– Malaquías abordó a su cuidadora después de verlas pasear a ustedes dos juntas todas las tardes por El Zapillo. ¡Ese tipo es todo un truhan! Un experto en sacar partido a la más mínima oportunidad que se le presente, de todo lo que pueda y de quien quede a tiro. Y una venerarle anciana a cargo de una atractiva joven es todo un reclamo.

Margarita Ribombeau se revolvió en su asiento; estaba tensa, eso saltaba a la vista. Por un momento, recordé como, en mi anterior visita Verónica comprobó la tensión arterial de su patrona y un enjambre de mariposas comenzó a revolotear en mi estómago.

– Ese individuo sabía quién era usted pues tuvo trato con su difunto marido – continué diciendo, – de ahí la fotografía en la que aparecen juntos. Fue él quien proporcionó el taco a Verónica.

La caribeña, angustiada, juntó las palmas de sus manos extendidas y se las llevó a los labios.

– ¿Y qué le hizo sospechar de mi sobrina, señor Laredo? – preguntó a continuación mi cliente.

– Hay varios detalles… Sin pasar por alto que usted depende exclusivamente de ella, lo que la hace extremadamente vulnerable, lo primero que llamó mi atención es que el taco, según usted misma me dijo, apareció “como por arte de magia”, esas fueron sus palabras, en la caja fuerte de su esposo, dentro un estuche medio escondido entre papeles… Eso me dio a entender que, muy probablemente, alguien pudo ponerlo allí… Alguien que conociese la combinación y el funcionamiento de la caja. No se me ocurrió nadie mejor que su sobrina para desempeñar ese papel.

Margarita Ribombeau asintió sin dejar de observar las blancas paredes que tenía enfrente.

– Y luego, cuando pregunté sobre el destino del taco después de la subasta, usted me comentó que fue Verónica quien la aconsejó que se deshiciese de “Apocalipsis” donándolo a una protectora de animales. Pero su sobrina no me pudo facilitar referencia alguna de la asociación a la que, supuestamente, se entregó. Sin duda alguna, ella le hizo creer que se encargaba de realizar esa gestión, pero, como resulta evidente, no fue así…

– Me han engañado. ¿No es así? – la anciana, girado la cabeza en mi dirección, me dedicó una mirada lastimera.

– Lo han intentado. Sin embargo, no lo han conseguido – respondí.

Margarita Ribombeau volvió a clavar sus ojos azules sobre su sobrina.

– ¿Qué he de hacer ahora, señor Laredo?

– La letrada Morolas está en camino – consulté mi reloj de pulsera -, no creo que tarde mucho en llegar. Ella le aconsejará debidamente. Aquí tiene el audio que grabé en mi última entrevista con Malaquías – dije mientras dejaba sobre la mesita el lápiz de memoria que me había sido entregado anteriormente. – ¡Es toda una confesión de parte!

– He de abonarle el resto de sus honorarios – afirmó la anciana sabedora de que mi intervención en aquel asunto llegaba a su fin.

– La letrada Morolas también se encargará de eso – contesté levantándome de mi asiento. Antes de abandonar la habitación del hospital y cerrar la puerta detrás busqué la mirada de Verónica, pero no la encontré.

Conduje de vuelta a mi residencia bajo un cielo limpio de nubes. Me detuve junto al paseo marítimo que discurre frente al bungaló en el que me había instalado hacía un par de meses. Uno de los chiringuitos que salpicaban esa parte de la playa se encontraba abierto al público, por lo que decidí gratificarme con una cerveza bien fría.

Cómodamente instalado frente al Mediterráneo, medité sobre el asunto que acababa de resolver. Estaba cerrado, y bien cerrado; aunque a una mente tan lógica como la mía le costaba entender cómo había sido capaz de, una vez recuperado “Apocalipsis”, ceder ante el impulso de querer volver a aquella sala de billar en busca de una revancha. Y aún más, le costaba asimilar cómo, un inexperto principiante como yo, había logrado ganar todas las partidas.

 


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