«Duma»

Parque Zoológico Municipal, en alguna ciudad del sureste de España.

No eran aún las ocho de la mañana cuando Natalia estacionó el flamante deportivo que conducía en la zona del aparcamiento reservada para uso exclusivo del personal del parque zoológico. A través del cristal del parabrisas, pudo observar cómo los incipientes rayos del sol pugnaban por conquistar el cielo del Mediterráneo frente a la amenazadora presencia de un nutrido rebaño de nubes grises. Antes de bajar del automóvil, decidió utilizar la inestimable ayuda que proporcionaba el espejo retrovisor para darse el último retoque de colorete en las mejillas; deseaba sentirse segura de sí misma a la hora de afrontar la jornada laboral que tenía por delante y que, además, ella intuía difícil.

Sin duda alguna, los lunes eran los días más complicados de toda la semana debido, en gran parte, a la masiva afluencia de visitantes que se daban cita de viernes a domingo aprovechando los suculentos descuentos que ofrecía la nueva dirección del parque. Así pues, el primer día de cada semana había quedado instituido como una interminable y tediosa jornada de limpieza y mantenimiento que se desarrollaba tanto en las instalaciones dispuestas para atender al público en general como en los recintos que recreaban el hábitat de los animales que permanecían confinados en aquella pequeña jungla artificial rodeada de asfalto por todas partes.

Pero para Natalia, este lunes del mes de septiembre aparecía preñado de un plus de desasosiego que nada tenía que ver con la rutina del trabajo y que la llevaba inquietando, hasta impedirla conciliar el sueño debidamente, durante varios días. Esa misma mañana, cuando el despertador anunció de forma estridente la llegada de las siete menos cuarto, había experimentado una sensación de angustia cercana al miedo; sentada en el borde de la cama, durante un buen rato batalló consigo misma intentando racionalizar lo acontecido la semana pasada, origen de la preocupación que la subyugaba, y así poder afrontar los días venideros con la mayor naturalidad posible.

Acababa de disfrutar de un fin de semana libre y se sentía algo decepcionada por haberlo malgastado dando vueltas en la cabeza a lo sucedido, tumbada sobre el sofá de su apartamento, sin pisar la calle más que para visitar el supermercado del barrio y haciendo oídos sordos a las continuas llamadas de Héctor. Si tenía en cuenta que debido a las exigencias propias de las labores que desempeñaba en su trabajo tan solo disponía de un fin de semana libre al mes, desde que consiguió acceder al puesto de supervisor veterinario en el parque zoológico de su ciudad natal hacía ya más de cinco años, haber malgastado sábado y domingo entre esas cuatro paredes, vistiendo un viejo pijama y sin hacer nada digno de mención, se la antojaba un despilfarro imperdonable. ¡Librar dos días entre semana no daba mucho de sí! Cierto era que no había concebido ningún plan que mereciese la pena, pero tampoco podía haber imaginado que un inesperado cambio en el cuadrante que asignaba los turnos de los cuidadores de la sección de fauna africana, acaecido a primera hora del pasado viernes por decisión de la directora del parque, la proporcionase de manera inesperada un fin de semana exento de obligaciones laborales.

Inspiró profundamente intentando ahuyentar al fantasma de la incertidumbre que nuevamente amenazaba con cernirse sobre su ánimo y se apeó del Porsche. Recorrió con diligencia la distancia que la separaba de la entrada de personal al mismo tiempo que en su memoria se reproducía nítidamente la conversación que había mantenido con su madre en la mañana del día de ayer. Mientras marcaba en el teclado de sistema de control de acceso la clave que había configurado con la fecha de su nacimiento se propuso hacer un alto en sus tareas, a eso del mediodía, para telefonear a su progenitora, siempre temerosa de que algo malo pudiese ocurrirle a su única hija, e intentar tranquilizarla: se excusaría diciéndola que el pasado fin de semana se había sentido algo indispuesta y que por esa razón no había ido a visitarla, pero que a día de hoy se encontraba plenamente restablecida.

De quien no quería tener noticia alguna era de Héctor. Al menos por el momento. En ocasiones había llegado a sentirse mal, incluso indigna de merecer una suerte mejor, debido a la peculiar relación que con él mantenía. Tampoco el círculo de sus amistades más próximas, las únicas personas que conocían de la existencia de Héctor en su vida, podían ver con buenos ojos una historia tan sui generis como la que protagonizaba con un hombre mucho más mayor que ella. ¡Y eso que sus amigas no sabían de la misa la media!

Pensó que el trance por el que estaba atravesando no habría pasado en balde si lo aprovechaba para intentar poner fin a un vínculo que ella misma había cuestionado en más de una alguna ocasión pues, si bien disfrutaba de estimables prebendas materiales, como el vistoso deportivo reservado para su uso particular del que disfrutaba, tenía asumido que su acaudalado amante pertenecía a un mundo radicalmente distinto al suyo, un universo de lujo y placer en donde se frecuentaban ambientes muy selectos y se exhibían gustos y aficiones muy diferentes a las del común de los mortales.

Además… ¿Qué clase de relación se podía mantener con una persona a quien apenas conocía a pesar de haber pasado meses y meses a su lado transgrediendo juntos las pautas de la cordura?

Sus encuentros transcurrían prácticamente a escondidas, un rato por la mañana y quizá otro por la noche, siempre a horas intempestivas, con una inapelable sensación de zozobra presidiendo cada uno de los tórridos encuentros carnales que protagonizaban, con el tiempo justo de gozar bajo la intensa caricia del cuero antes de emplazarse mutuamente a ir un poco más lejos en los juegos de dominación y sumisión a poner en práctica en la próxima ocasión.

¿De qué manera podría construirse un verdadero vínculo con alguien a quien no se podía confiar las ilusiones ni desvelar los miedos?

Pero mucho más fuerte que todas las tribulaciones con las que irremisiblemente se adornaban las horas que pasaba al lado del maestro de lo prohibido, resultaba ser la recóndita pulsión que a él la unía de manera incuestionable: un deseo clandestino que ella nunca se atrevió a poner en práctica con ninguno de los chicos con los que se había acostado hasta entonces y que ocultaba sistemáticamente a sus amigas en las sesiones de terapia colectiva sobre hombres que protagonizaban, cada vez con más frecuencia, en la cafetería de Santos, rebautizado por el grupo con el sobrenombre de  “Costuras” debido a su incuestionable afición a la aguja e hilo.

A pesar de la posibilidad de verse atrapada en una relación tóxica, era consciente que de entre los hombres de su entorno, los varones a los que podía tener acceso, no iba a encontrar a nadie tan experimentado y exigente como Héctor; esas cosas solamente pasan una vez en la vida. Su diestro amante era un hombre notablemente instruido en el arte de la disciplina; con el paso de los años, había enriquecido su repertorio incorporando a las prácticas que constituían su intenso acervo las innumerables experiencias vividas en su propia carne. Además, la buena situación económica de la que disfrutaba Héctor le permitía disponer de una preciosa casa de campo en una exclusiva urbanización situada a las afueras de la ciudad. Una de las habitaciones de la vivienda había sido reconvertida en una amplia y bien equipada cámara de dolor y placer. Allí, bajo la potente luz de la luminaria instalada en el techo, con la ayuda del potro o utilizando los anclajes de suspensión, entre paredes repletas de látigos, mordazas, collares, pinzas para pezones, fustas, máscaras y antifaces, atada sobre una camilla de uso ginecológico o encadenada a una cruz, Natalia permitía que el maestro de lo prohibido mancillase su cuerpo con una insuperable destreza, generalmente en breves sesiones, llevándola al límite de su resistencia, superando sistemáticamente una línea roja que a priori parecía imposible rebasar. Todo aquel orbe de deleite y sufrimiento la atrapaba como una adicción y constituía la sólida atadura que, aunque estremeciera a la razón, la ligaba indefectiblemente a su mentor.

Ni tan siquiera se le había pasado por la cabeza contar a Héctor lo que le había sucedido la semana pasada, aunque tampoco se lo había hecho saber a su madre ni a ninguna de sus amigas. Si bien había estado sopesado la posibilidad de ponerlo en conocimiento de la policía, quizá mediante una denuncia anónima que le sirviese para preservar su identidad, finalmente desterró la idea de su cabeza por tener demasiadas dudas, demasiadas incógnitas por solventar, antes de dar un paso que también podría resultar comprometedor para ella. Por nada del mundo desearía verse envuelta en una situación embarazosa…

Pero, ¿qué fue lo que realmente vio? Todo ocurrió muy deprisa, al menos eso la pareció a ella, y tuvo la consecuencia de generar la gran carga de ansiedad cuyos efectos seguía padeciendo. ¿O tal vez imaginó estar viendo algo que verdaderamente no era lo que intuyó como cierto en aquel fugaz momento?

Una vez en el interior del complejo del parque, caminó a través del largo corredor que desembocaba en la sección del edificio en donde se ubicaban los vestuarios del personal femenino. Abrió la taquilla que tenía asignada y comenzó a quitarse la ropa de calle con la intención de vestir cuanto antes su uniforme de trabajo; en esos momentos, debido a que todavía no había comenzado la jornada laboral, se encontraba a solas en los vestuarios por lo que los hematomas que aún aparecían dispersos por su apetecible anatomía, manifiestas reminiscencias de su última cita con Héctor, no llamarían la atención de ninguna compañera.

A continuación, revisó el cuadrante de las tareas que tenía encomendadas realizar a primera hora, antes de que llegase el resto del equipo asignado al cuidado de la fauna africana a eso de las nueve de la mañana, en donde aparecía como labor prioritaria el acondicionamiento del recinto que ocupaba la manada de leones de Transvaal (1) que residía en el parque bajo la regencia de “Duma”, el poderoso macho que lideraba el clan que formaba junto a otros dos machos jóvenes, hermanos entre sí, y un cuarteto de hembras adultas.

(1) León sudafricano, la subespecie de mayor tamaño y corpulencia que sobrevive en libertad.

Natalia salió al exterior y comprobó con satisfacción como el sol se había impuesto en la pugna sostenida con las nubes por dominar el cielo. Diligentemente, se puso al volante de uno de los cochecitos eléctricos, similares a los utilizados en los campos de golf, con los que estaban equipados los cuidadores para desplazarse a través el parque zoológico y descendió por el agradable paseo que se tendía bajo el auspicio de varias filas de palmeras hacía la sección que recreaba el hábitat de los leones. Tan solo los trinos de los pájaros, acompañados por las ocasionales y variopintas llamadas de los diferentes huéspedes del parque, la acompañaron hasta llegar a su destino.

Ella solía ser uno de los primeros empleados del parque en incorporarse a diario a su puesto de trabajo, extremo este por el que siempre estuvo muy bien considerada por la dirección del zoológico. Pero, además de granjearse el beneplácito de sus jefes, incluida la nueva directora, Natalia aprovechaba cada jornada laboral para disfrutar al máximo del ejercicio de su profesión.

El recinto asignado al clan de “Duma” en el parque zoológico estaba constituido por una amplia pradera, surcada por un sinuoso arroyuelo artificial,  en cuyo centro aparecían dispuestas varias rocas de gran tamaño formando una serie de repechos y recovecos; un puñado de frondosos árboles regalaban su sombra a una buena parte de la amplia instalación que aparecía acotada por un foso protegido con una valla electrificada en uno de sus extremos y una enorme pared de piedra, que se alzaba en vertical más de seis metros sobre el nivel del suelo, en el lado opuesto. Alojadas en la pared se encontraban las entradas de los corredores que comunicaban con varios habitáculos dispuestos en la parte trasera del recinto a los que los animales accedían, a conveniencia de los cuidadores, para pasar la noche o mientras se les dispensaban los cuidados veterinarios oportunos; así mismo, cada vez que la zona en donde se exhibía la manada al público era acondicionada los felinos eran alojados en dichos departamentos.

Natalia aparcó el cochecito eléctrico junto a la entrada, situada en la parte posterior del recinto, y utilizando el juego de llaves correspondiente accedió al interior. Tras desactivar la alarma y encender el alumbrado eléctrico, se dirigió al pequeño despacho que tenían asignado los cuidadores, que también hacía las veces de laboratorio de análisis veterinarios, ubicado al final de un largo y estrecho pasillo desde el cual se tenía acceso directo a los habitáculos que en ese momento ocupaban los leones. Cada vez que recorría los once metros escasos que separaban el despacho de la puerta de entrada no podía evitar imaginarse transportada a otro tiempo, catapultada hasta las entrañas de un circo de la Roma imperial en cuyas galerías las fieras se agolpaban hambrientas aguardando la hora de saltar a la arena. Era consciente de que con el paso del tiempo el trato que se dispensaba a los animales salvajes en cautividad en general había mejorado, y mucho, aunque… ¿Podían sentirse afortunados “Duma “y su clan detrás de unos gruesos barrotes de acero?

Una vez en el despacho, Natalia se dispuso a seleccionar los utensilios que iba a utilizar para recoger una muestra del agua de los bebederos del recinto y otra de las heces de los animales para su posterior análisis. De súbito, con si de un fogonazo se tratase, la imagen que tanto se esforzaba en evitar, el motivo de su tribulación, aquello que realmente vio o creyó ver, surgió nuevamente desde el fondo de su consciencia arrebatándola impetuosamente de sus quehaceres. Una fina película de sudor, resbaladiza y fría, comenzó a cubrir toda su dermis mientras que, presagio de un inminente ataque de ansiedad, su ritmo cardiaco se disparaba y tenía problemas para ingresar suficiente aire en los pulmones. Al igual que había hecho esa misma mañana sentada sobre la cama, luchó por deshacerse de tan perniciosa sensación intentando controlar la cadencia de su respiración y ordenando sus pensamientos con el fin de desterrar aquello que invadía su mente provocándole una insufrible angustia…

“No es nada más que ansiedad. No me va a pasar nada malo… He de mantener la calma, respirar… Enseguida pasará…”, musitaba para sus adentros mientras se esforzaba en concentrarse en la remembranza de las cosas positivas que adornaban su vida.

Intentó que su mente la llevase de vuelta hasta Kenia, donde tuvo el privilegio de completar sus estudios acabada la carrera de veterinaria, con la intención de revivir la inefable sensación de adentrarse en la sabana a pie escoltada por integrantes del pueblo Masai, en otra hora cazadores de leones y actualmente reconvertidos en celosos guardianes de la fauna salvaje, pero no le fue posible; acto seguido, se esforzó en reproducir mentalmente alguno de los femíneos contubernios forjados en el seno de su grupo de amigas, aunque tampoco lo consiguió; al tercer intento, aunque su propio juicio se obstinase en desterrarla de este elenco, en su mente se impuso la evocación de su piel sometida bajo el cuero, muñecas y tobillos amarrados con firmeza, la máscara de látex sofocándole angustiosamente la respiración, mientras que Héctor, desnudo de cintura para arriba, recorría magistralmente su anatomía con un flagelo…

“Pero… ¡Qué diantres! ¿Por qué he de renunciar a aquello que también forma parte de mi vida?”, se rebeló súbitamente contra aquel sempiterno sentimiento de culpa que albergaba.

De una vez por todas, debía dejar de censurarse a sí misma y vivir plenamente disfrutando de cada encuentro, de cada reto, de cada gota de dolor que se convertiría, bajo las diestras manos del maestro de lo prohibido, en un mar de placer. A la par que la ansiedad comenzaba a disiparse como la neblina agitada por el viento, notó un prolongado pellizco entre las piernas al imaginar un nuevo encuentro con Héctor y se sintió aliviada al saber que, si ella así lo deseaba, no tendría que esperar mucho tiempo más para hacer realidad su deseo.

Recuperada su férrea disposición para el trabajo, recogió el material que necesitaba del despacho y se encaminó hacia el exterior. Con el rabillo del ojo, comprobó que las palancas que accionaban el cierre de los habitáculos, situadas en el murete que aparecía al final del corredor, estaban en posición horizontal, lo que indicaba que las rejas que separaban el lugar en donde los leones se encontraban recluidos del recinto de exhibición al aire libre estaban cerradas, y entró en el angosto pasillo de servicio que conducía hasta el exterior.

La mañana lucía radiante y el sol, a pesar de la proximidad del final del verano, se disponía a imponer su ley. Tomó una muestra del agua de los pilones en donde aplacaban su sed los animales y, acto seguido, se encaminó hacia el grupo de árboles que dominaba la explanada. Localizó entre la verde hierba un montoncito de heces y con la ayuda de una espátula y una bolsita de papel se dispuso a recoger la cantidad necesaria para poder efectuar el correspondiente análisis y descartar la existencia de parásitos en los intestinos de las fieras.

Gozando de su matutino momento de soledad, dedicada al cuidado de los animales de los cuales era responsable, Natalia se prometió a sí misma dar carpetazo a lo ocurrido la semana pasada. A la postre, era una persona afortunada y resultaba inexcusable disfrutar de las oportunidades que la vida la ofrecía. No debía dar cabida en su día a día a tribulaciones tan perniciosas.

Fue entonces cuando percibió una inexplicable sensación a su alrededor; tuvo la extraña impresión de que, repentinamente, el aire se hubiese condensado, tornándose mucho más pesado, y le resultase complicado moverse con normalidad. Percatándose de que en ese momento reinaba un absoluto silencio en torno suyo, introdujo en la riñonera que portaba ceñida a la cintura las muestras de heces que acababa de obtener; los trinos de las bandadas de gorriones que invadían el parque, las sonoras alocuciones de los pavos reales, las llamadas huecas y sesgadas de los imponentes marabúes africanos, todas las voces de la naturaleza allí reunidas habían callado al unísono ante esa inexplicable atmósfera lastrada de plomo.

Una vez más, volvió a inspirar de forma pausada y alzando el rostro hacia el cielo azul dejó que el sol comenzase a acariciarla suavemente en la frente. Pasados unos instantes, se sintió algo más tranquila y festejó interiormente que su resistencia frente a la angustia que tan tenazmente la llevaba incomodando fuese in crescendo.

“Voy a desterrar este sentimiento por completo”, se prometió a sí misma.

Un aroma ácido y fuerte, muy familiar para ella, se deslizó por su pituitaria sacándole apresuradamente de su ensoñación. El aire volvió a recuperar su natural levedad y un helor ancestral, un frío remoto y primigenio engendrado en el crisol de los orígenes de la especie humana, hizo que su piel se erizara como respuesta ante la amenazadora presencia que acababa de materializarse detrás de su persona.

Natalia se giró sobre sí misma. Por un instante, que la pareció eterno, su mente quedó en blanco presa de una sensación fraguada, a partes iguales, a base de desconcierto y estupor. A unos diez metros de distancia de donde ella se encontraba, clavada al suelo como por efecto de un sortilegio, “Duma” olfateaba el sendero que hacía unos minutos habían recorrido sus pies. El felino, moviendo cadenciosamente sus doscientos cuarenta y cinco kilos de peso, avanzaba lentamente con la cabeza gacha, encelado en el rastro que ocultaba la hierba y parecía no haber reparado todavía en la presencia de su cuidadora.

“¡Dios mío! ¡No puede ser!… ¿Qué hace “Duma” fuera de su habitáculo?”. El corazón de Natalia comenzó a tamborilear en su pecho. “¡Estoy segura de que las palancas que regulan el sistema de apertura de las jaulas estaban en posición horizontal!… ¡Siempre las reviso antes de salir! “, se justificó a sí misma.

O tal vez, una vez más, sus sentidos se desvanecían en las vastas llanuras del campo de Agramante (2). ¿Pudiera ser que el estado de angustia y desconcierto en el que se encontraba sumida la impidiera ver las cosas a su alrededor como realmente eran? ¡Quizá fuese prisionera de un delirio, mezcla de realidad y ficción, que le engañase maliciosamente con el propósito de conducirla a una mortífera trampa!

(2) Expresión de origen literario que viene a designar al lugar donde reina la confusión. 

Las sentencias que dicta el destino son inapelablemente ejecutadas.

“Duma” levantó los ojos del suelo. Permaneció quieto, cribando con su fino sentido del olfato el aire que fluía a su alrededor, intentando captar los aromas que, cabalgando a lomos de la brisa matinal, le pudiesen dar noticia exacta de lo que estaba ocurriendo en sus exiguos dominios. Si bien estaba más que familiarizado con el olor corporal que desprendía el ser humano, incluso podía reconocer con facilidad los efluvios de aquellas personas que estaban cerca de él de forma habitual, en esta ocasión el felino podía percibir un matiz nuevo y excitante que le empujaba a continuar hacia delante con la mirada puesta en la inmóvil figura que se dibujaba a corta distancia. Por primera vez en su azarosa existencia, el majestuoso león de Transvaal estaba experimentando como olía el miedo en los seres humanos.

Mientras observaba como el animal reanudaba el camino en su dirección, por la cabeza de Natalia comenzaron a reproducirse, de forma en un principio inconexa, imágenes y sensaciones. La mente, el arma más poderosa con la que está dotado el homo sapiens sapiens, trabajaba apresuradamente intentando resucitar el recuerdo de los momentos vividos en África junto a los integrantes de la etnia Masái; de entre todos los perfiles que se agolpaban vertiginosamente en su cerebro, la fisionomía de Muruthi, el anciano cazador de leones cuyo mayor deleite consistía en relatar a todo aquel que le prestase atención sus andanzas de juventud, comenzaba a materializarse imponiéndose al resto:

     – “Cuando te encuentras con Sa’a (3) cara a cara, es muy posible que te asustes mucho.  Haz todo lo que puedas para que el miedo no se apodere de tu alma y suplica el auxilio de tus antepasados. Si te mantienes en calma y piensas con claridad quizá logres salvar tu vida”.

(3)    En lengua Maa, utilizada por el pueblo Masái, término con el que se designa al león.

A pocos metros de dónde se encontraba Natalia, “Duma” se detuvo. Sin dejar de clavar sus ojos en ella, comenzó a rugir de forma gutural, modelando una serie de gruñidos toscos y sonoros, dejando que la mañana se llenase del eco de su advertencia.

     – “Sa’a ruge cuando va a atacar. Esto puede aterrorizarte, pero tu alma debe permanecer tranquila y tu ánimo intacto. No intentes huir, si corres estarás perdida pues Sa’a podrá percibir claramente tu miedo y te perseguirá. Quédate quieta en donde estés e intenta demostrarle que tú también tienes el corazón de una fiera”.

Natalia tampoco pudo apartar sus ojos de los de “Duma”.

     – “Gira sobre ti misma, ponte de lado, de modo que no quedes cara a cara con Sa’a. Aplaude, agita los brazos con virulencia y lanza gritos desde lo más profundo de tu estómago. Esto te hará parecer más grande y poderosa frente a Sa´a y le hará dudar”.    

Confirmando su amenaza, “Duma” estalló en un estridente rugido exhibiendo sus formidables colmillos, fulgurantes como sables, a la par que sacudía de lado a lado su llamativa melena.

Al volver a fijar sus ojos en los del felino, la veterinaria advirtió en la mirada del león una determinación que nunca antes había visto en ningún otro animal: apartados del resto del mundo, sin barrotes, fosos, ni vallas electrificadas de por medio, solos cara a cara en una pequeña pradera artificial creada por la mano del hombre, el felino parecía estar dispuesto a obtener por la fuerza el epíteto de rey de la creación.

Con todo el apresto que pudo recopilar en ese momento, Natalia comenzó a agitar los brazos por encima de su cabeza, acompañando los movimientos con una serie de sonoras palmadas; intentó gritar con fuerza, pero un nudo en la garganta le impidió emitir algo más que un quejumbroso lamento.

     – “Aléjate lentamente de Sa’a. No le des la espalda. No dejes de agitar los brazos. Trata de alejarte poco a poco”.

“Duma” prosiguió su avance. La distancia que separaba a Natalia del felino se iba haciendo más corta, por lo que la veterinaria decidió dar un paso hacia atrás con la intención de dirigirse hacia los árboles situados a su espalda. Volvió a gritar, esta vez con mucha más fuerza, albergando también la esperanza de que alguien pudiese acudir en su auxilio, e intensificó el ritmo de sus palmadas en un desesperado intento de amedrantar al animal.

En ese preciso instante, el león aplastó su cuerpo contra el césped que poblaba la explanada preparándose para tomar impulso con sus potentes cuartos traseros.

     – “Esto puede significar que Sa’a se está preparando para saltar sobre ti. Si te ataca finalmente, quédate de pie. No te agaches, pues tendrías menos posibilidades de defenderte de un ataque desde esa posición. Es probable que Sa’a dirija el ataque directamente hacia tu garganta”.

Cuando el león se abalanzó sobre ella, Natalia no pudo reprimir el instinto de girar su cuerpo hacia atrás y cubrirse la cara con ambas manos. Gritó una vez más. Pero esta vez, gritó de terror. 

 


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