El sestercio de Galba

A través de un largo corredor de impolutos suelos de mármol, seguí los ágiles pasos de la secretaria de dirección de la sociedad numismática que atentamente me había recibido hacía apenas un minuto. El repicar de sus zapatos de tacón se impuso sobre el eco sordo de mis pisadas mientras me afanaba en seguir el ritmo diligente de la empleada. Llegados al final del pasillo, una impresionante puerta doble de madera veteada anunció el final de nuestro trayecto.

     – Le están esperando, señor Laredo – la secretaria tamborileó con los nudillos sobre la lámina maciza de nogal americano y sin esperar respuesta accionó el pomposo picaporte dorado que la engalanaba –. Adelante, por favor – susurró dedicándome una sugerente mirada.

Frente a mí, sentados alrededor de una impresionante mesa circular, los severos rostros de media docena de hombres elegantemente vestidos se dibujaron bajo la fulgurante luz de una espectacular araña de cristal (1). Como si hubiese atravesado un agujero en el tiempo capaz de retrotraerme a épocas pasadas, la sala de juntas que apareció ante mis ojos recreaba con todo detalle los cánones estéticos propios del Modernismo (2).

Cuando la puerta se cerró a mis espaldas, pude percibir con nitidez la expectación que había generado en mis anfitriones la entrevista que con ellos me disponía a mantener.

     – Buenos días, señor Laredo – el hombre que presidía la mesa me saludó protocolariamente –. Agradezco su puntualidad. Si es tan amable… – con un leve gesto de su diestra señaló hacia el lugar que ocupaba una silla vacía.  Bajo la inquisitiva mirada de los allí reunidos, tomé asiento.

     – Bien, creo que podemos empezar. Tal y como usted solicitó, todos los miembros del consejo de administración de nuestra sociedad se encuentran aquí presentes – prosiguió el hombre que había tomado la palabra engolando la voz –: Los doctores Sola y Stefanescu, el profesor emérito don Dimas Cañete, monsieur Fleury, reputado hombre de negocios afincado en Marsella y una de las personas que más han trabajado en beneficio de nuestra empresa, y yo mismo, Zacarías Playa, en mi condición de presidente de éste órgano colegiado, como usted ya bien sabe…

              (1) Clase de lámpara que cuelga del techo y que, mediante el uso de fuentes de luz y elementos refractantes elaborados principalmente con vidrio, contribuye a crear un ambiente distinguido.

(2) Término con el que se designa a una corriente de renovación artística desarrollada a finales del siglo xix y principios del xx,

Detrás del formalismo que había empleado en la presentación, se adivinaba una cierta dosis de vanidad salpicando las palabras de la persona que, en representación de la sociedad numismática, había contratado mis servicios setenta y dos horas antes.

     – Como se podrán imaginar todos ustedes, el motivo de este encuentro resulta de gran importancia – expliqué dirigiéndome a todos los presentes.

     – Lo suponemos – rezongó Zacarías Playa mientras su voluminosa persona pugnaba por repanchigarse en el butacón que le servía de asiento. Cumplidos los sesenta y siete años de edad, aún conservaba gran parte de la energía vital de la que había disfrutado a lo largo de su vida y de la que se valió para alcanzar una excelente posición en el negocio de las antigüedades –. Y bien… ¿Qué es eso tan importante que nos tiene que decir? – inquirió.

     – Creo saber en dónde se encuentra el “sestercio de Galba” – contesté.

Mis palabras tuvieron el efecto de un tifón sobre una playa en calma. Un murmullo de asombro, y puede que también de incredulidad, rasgó la atmosfera de la amplia sala en donde nos encontrábamos mientras que los consejeros, con los ojos bien abiertos y cuchicheando entre sí, se agitaban en sus asientos.

     – Dice usted que ha encontrado el sestercio… –  Zacarías Playa, con la ayuda del grueso bastón en el que se apoyaba, se había puesto en pie; en su rostro, surcado por varios capilares carmesí, se dibujaba una marcada mueca cercana al éxtasis –. Entonces… ¡Hemos recuperado la moneda! – exclamó elevando la voz a la par que, dando evidentes muestras de una incontenible alegría, golpeaba reiteradamente el tablero de la mesa con la palma de su mano derecha.

     – ¡Un momento, por favor! – me dispuse a puntualizar mis palabras con la intención de amainar el torbellino de entusiasmo que amenazaba con embriagar a todos los presentes -. Caballeros… He dicho que creo saber cuál es el paradero del “sestercio de Galba”, no que haya recobrado la moneda.

De inmediato el murmullo cesó; los consejeros quedaron petrificados en sus butacones y el silencio volvió a reinar por unos instantes hasta que la pretenciosa voz de Zacarías Playa restalló demandándome una aclaración.

     – Señor Laredo… – el presidente del consejo de administración clavó sus ojos grises en los míos con avidez – ¡Explíquese, por favor!

     – Estoy muy cerca de resolver este caso – aseveré manteniéndole la mirada.

     – ¿Cómo de cerca, señor Laredo? – monsieur Fleury, quien al igual que el resto de los consejeros había permanecido expectante en un segundo plano hasta ese momento, tomó la palabra.

Aunque permanecía sentado, pude comprobar que se trataba de un hombre de pequeña estatura y complexión delgada. Vestía un traje de tres botones de color azul cobalto, sin lugar a dudas confeccionado a la medida por un sastre de renombre, chaleco gris perla a juego con una corbata a rayas y remataba su aristocrática apariencia portando unas gafas de lectura afianzadas al cuello de la camisa mediante un fino cordón de seda natural; en sus ojos verdes se podía advertir con nitidez la agilidad de su intelecto.

     – A menos de un minuto – sentencié con convicción.

     – ¡Maldita sea! –  Zacarías Playa detonó toda su desazón mal contenida -. ¡Basta ya de adivinanzas! ¿Para esto nos ha convocado usted hoy? ¿Para marearnos con sus acertijos? – espetó atusándose con sus regordetes dedos el cano mechón de cabello que pendía sobre su entrecejo.

A pesar de que el trato que hasta ese momento había tenido con él se limitaba a una entrevista desarrollada en el transcurso de algo más de dos horas, no me resultaba en absoluto arriesgado afirmar que el hombre que regía los destinos de la sociedad numismática para la cual realizaba la investigación distaba en mucho del paradigma de persona cordial y dialogante: Zacarías Playa tan solo se limitaba a dar a conocer su voluntad a los demás, costumbre en él bien arraigada desdelos tiempos en que ocupó un significativo cargo público. Resultaba evidente que al presidente de consejo de administración le incomodaba sobre manera que yo no me sintiese intimidado por sus toscos modales, que me encontrase fuera de su alcance, pues no formaba parte de la amplia plantilla de desdichados a quienes sistemáticamente doblegaba a su voluntad.

     – Déjeme el bastón con el que se ayuda, por favor –  solicité a Zacarías Playa levantándome de mi asiento.

     – ¿El bastón?… ¿Para qué demonios quiere usted…? – el enfado de mi anfitrión fluía como la lava de un volcán en erupción.

     – Por favor… – insistí alargando mi mano.

     – ¡Aquí tiene! – claudicó finalmente el veterano numismático sin ocultar su irritación –. ¡Trátelo con cuidado! – me advirtió con vehemencia -.  Es un objeto de gran valor perteneciente a la colección privada de monsieur Fleury.

Tomé el bastón en mis manos y lo sostuve delante de mí para que quedase a la vista de todos los presentes. Observé como el empresario marsellés daba un pequeño respingo en su butacón, agachando momentáneamente la cabeza antes de dirigir la vista hacia el báculo que, inesperadamente, se había convertido en el centro de atención de los allí reunidos.

     – Se trata de una pieza de excelente calidad. Un bastón de madera de palo de ébano y empuñadura de plata de ley que he tenido el gusto de prestar a mi buen amigo don Zacarías – apuntó a modo de explicación monsieur Fleury acicalando sus palabras con un suave y melodioso acento.

     – Precioso – sopesé la pieza en mis manos.

     – La empuñadura, que representa la cabeza de un lobo, fue elaborada con plata de ley en los talleres de Emile Fontiere allá por el año 1886 – puntualizó con orgullo el propietario dando muestras de su erudición en la materia.

     – ¡Y qué tiene que ver este bastón con el asunto que nos ocupa! – el enojo de Zacarías Playa iba en aumento.

     – Constituye el auténtico quid pro quo (3) de este caso – afirmé -. He revisado las grabaciones de las cámaras del circuito cerrado de televisión que protege las salas más importantes de este edificio y que usted tuvo la amabilidad de proporcionarme. Visualicé los registros pertenecientes a los días inmediatamente anteriores a la desaparición del “sestercio de Galba”.  Entre otras tantas cosas, pude observar en una grabación como el bastón que habitualmente utiliza quedó inutilizado el pasado lunes cuando, encontrándose usted en la biblioteca que dispone la sociedad en este edificio, uno de los carritos empleados para transportar los libros se lo llevó por delante.

     Así fue – aseveró Zacarías Playa –. Estaba revisando un catálogo de monedas antiguas y dejé mi bastón de pie junto a mí, apoyado en una de las estanterías. Fue un lamentable accidente. Monsieur Fleury, quien empujaba el carrito en cuestión, no solo se disculpó por lo acontecido, pues en esos momentos iba distraído hojeando un voluminoso tratado, sino que se ofreció a enmendar el daño que fortuitamente había causado: además de una personalidad en el negocio de las antigüedades, nuestro colega es un excelente restaurador. Me aseguró que en unos días mi bastón estaría en perfecto estado.

          (3) Locución latina que significa literalmente «algo por algo», la sustitución de una cosa por otra.

     – Effectivement… monsieur Fleury se apresuró a corroborar el relato de su colega –. ¡Qué menos se puede hacer para compensar tal torpeza! Debido a mi inexcusable descuido, el regatón del bastón de don Zacarías resultó dañado-. Proporcioné a mi colega, tan pronto como me fue posible, un bastón de mi propiedad para que haga uso de él hasta que el proceso de restauración haya concluido – continuó el empresario galo -. Se requiere de una gran precisión para sustituir la parte dañada por una nueva, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una pieza confeccionada artesanalmente con asta de reno – apuntilló finalmente reivindicando la complejidad de su misión.

     – Todo aquello ocurrió un par de días antes de que desapareciese la moneda, ¿no es cierto? – me dirigí a Zacarías Playa.

El presidente del consejo de administración asintió con una escueta sacudida de su abultada cabeza.

     – Por lo tanto, lleva usted poco tiempo usando este bastón – en ese instante pasé la yema de los dedos índice y corazón de mi mano derecha sobre la anilla metálica que protegía la juntura de la empuñadura con el palo de ébano -, y aún no ha podido percatarse de esto…

Una diminuta palanca de alambre de acero aparecía disimulada bajo la arandela que servía de base a la cabeza de lobo en su intersección con el cuerpo de madera del bastón. Accioné el mecanismo y, emitiendo un sonoro “clic” metálico, la empuñadura se separó del resto de la pieza. Seguidamente, utilizando el dedo meñique, hurgué en la oquedad que quedaba oculta en el palo de ébano y conseguí retirar la delgada capa de fieltro que la cubría. A continuación, y para sorpresa de los consejeros, golpee suavemente con la vara del bastón sobre la mesa en torno a la cual nos encontrábamos reunidos. Una pequeña moneda de bronce salió disparada desde el interior brincando un par de veces sobre el tablero hasta quedar inerte a unos centímetros del relieve en forma de flor que ocupaba el centro de la mesa.

     – Caballeros… El “sestercio de Galba” – anuncié a los consejeros sin poder disimular mi satisfacción.

Los integrantes del consejo de administración, con su presidente a la cabeza, quedaron literalmente petrificados.

– Les ruego que no toquen la moneda – exigí a los allí presentes tomado las riendas de la situación.

Frente a nosotros se encontraba el preciado objeto cuya reciente desaparición había convulsionado los cimientos de una de las sociedades numismáticas más importantes del país. Conocida como “sestercio de Galba”, la moneda en cuestión fue acuñada en tiempos de Servio Sulpicio Galba, emperador romano cuya egregia efigie aparecía en el anverso de la pieza. El dato que hacía de gran valor a esta pequeña moneda, además de su excelente estado de conservación, residía en que en uno de los brazos de la diosa Libertas, cuya silueta ocupaba el reverso del sestercio, aparecía enrollado un pequeño áspid, particularidad de gran relevancia al constituir, a juicio de los entendidos, una excepcional singularidad. Además, su tamaño era algo más pequeño de lo habitual en un sestercio.

– Pero… ¿Cómo puede ser que…? –  Zacarías Playa no daba crédito a lo que veían sus ojos.

– Sacrébleu!monsieur Fleury se puso en pie de un brinco dirigiéndose al resto de los consejeros – ¡Esto es intolerable! ¡Merecemos una explicación! – se giró hacia don Zacarías Playa frunciendo el ceño y gesticulando airadamente con los puños cerrados.

– Pero… No creerán ustedes que yo… – el responsable último de la gestión del patrimonio de la sociedad apenas podía articular palabra -. ¡Les juro por lo más sagrado que yo no tenía ni la más remota idea de que el sestercio pudiera encontrase oculto en este bastón! – estalló finalmente.

– ¡Los hechos indican lo contrario! –  ante la aparente pasividad de sus colegas, monsieur Fleury dirigió toda su indignación sobre la oronda persona de Zacarías Playa –. ¡Gracias a la brillante intervención de monsieur Laredo su taimado plan ha quedado al descubierto! – aulló.

A medida que sus palabras, punzantes como el filo de una lanza, hacían blanco en la honorabilidad del presidente, la intención que albergaba el anticuario marsellés me resultaba cada vez más evidente.

– Caballeros, debemos de poner este lamentable hecho en conocimiento de la policía – concluyó monsieur Fleury articulando sus palabras a modo de veredicto.

– Si actuamos así… ¿Habrá servido de algo todo esto? –  la quebrada voz del profesor emérito don Dimas Cañete se dejó oír con claridad -.  Si en su momento decidimos contar con los servicios del señor Laredo fue precisamente para que la desaparición del sestercio no se hiciese pública y evitar así un escándalo que, sin duda alguna, afectaría a nuestra sociedad menoscabando gravemente la confianza de nuestros inversores.

– Y sin inversiones… ¡No hay nada! – se atrevió a intervenir el doctor Stefanescu.

– Por favor, caballeros… Contratamos los servicios de un reputado detective privado creyendo que la desaparición de la moneda podría atribuirse a un complot exterior urdido en contra de nuestros intereses… ¡Quien podía imaginar que nuestro presidente pudiese planear tal tropelía! ¡No puedo por más que lamentar la maliciosa intención por él amparada para llevar a cabo una acción tan deplorable! – la vehemencia con la que monsieur Fleury pronunciaba sus palabras estaba a punto de imponerse a la prudencia con la que se manifestaban los demás consejeros.

              Acurrucado de nuevo en su asiento, sin poder levantar la mirada de la moneda, el acusado de tal felonía representaba la viva imagen del desconcierto.

     – ¡Cómo es posible…! ¡Cómo es posible! – repetía maquinalmente Zacarías Playa mientras luchaba con el nudo de la corbata que lucía en un desesperado intento de aliviar la presión que en esos momentos atenazaba su garganta.

     – ¡Permítanme que insista, pero ante la evidencia de que el presidente del consejo de administración, traicionando la confianza depositada en él durante todos estos años, ha intentado apropiarse de uno de los valores más sólidos de nuestra sociedad, la presencia de los agentes de la autoridad resulta a todas luces necesaria! – monsieur Fleury seguía haciendo uso de una persuasiva oratoria, postulándose para liderar la toma de decisiones –. ¡Y que quede bien claro que el daño que pudiesen sufrir tanto la buena imagen de nuestra entidad como los legítimos intereses económicos de los cuales ésta es titular devendrá directamente de la vil actuación de Zacarías Playa!

Resultaba evidente que los demás consejeros se disponían a claudicar ante las exigencias de monsieur Fleury quien, prendido de un afán justiciero más propio de un Robespierre de opereta, exigía la cabeza del presidente del consejo de administración; éste, despojado frente a todos de la dignidad que a todo ilustre caballero le confiere el tratamiento de “don” precediendo al nombre de pila, parecía estar al borde de padecer un síncope.

     – Don Zacarías ignoraba que la moneda se encontraba oculta en el bastón – la rotundidad de mi afirmación hizo que todos los presentas girasen la cabeza al unísono hacia el lugar que yo ocupaba de pie frente a la mesa.

     – ¿Cómo dice? – monsieur Fleury me taladró con la mirada. Imaginé que, además de alterado, se sentiría bastante contrariado por mi osadía al restituir al presidente del consejo de administración el habitual tratamiento de cortesía.

     – Él no tiene nada que ver con la desaparición del sestercio.  Si me lo permiten, deseo poner a todos ustedes al corriente del resultado de las averiguaciones que he tenido oportunidad de llevar a cabo desde que se me encomendó el caso – reclamé la atención de los consejeros.

     – ¡Gracias a Dios! ¡Por fin alguien que alberga en su cabeza un poco de cordura! –  Zacarías Playa me miraba embelesado, como un náufrago a la deriva que hubiese encontrado una tabla de madera flotando en mitad del océano.

Como por arte de magia, la prepotencia del irascible experto en monedas antiguas había desaparecido; en ese momento, a marchas forzadas, se esforzaba en contemporizar conmigo con la esperanza de que mi disquisición sobre lo ocurrido le eximiese del penoso trance por el que estaba pasando.

     – Monsieur Laredo, su trabajo ya ha finalizado ¡Qué más nos hace falta saber después de lo que todos hemos tenido ocasión de presenciar hace unos instantes! – monsieur Fleury se resistía a soltar la presa que aparentemente acababa de cobrar.

     – Creo que es razonable escuchar lo que este caballero nos tiene que decir – don Dimas Cañete volvió a tomar la palabra -. Les ruego que permanezcan en sus asientos y no le interrumpan a menos que sea estrictamente necesario – la mirada del venerable profesor recorrió uno por uno los rostros de sus colegas –. Adelante, tiene usted toda nuestra atención – se dirigió a mí demandando el inicio de mi exposición.

     – Muchas gracias – durante unos segundos, me sentí como un alumno a punto de ser examinado por un severo tribunal –. Como les he hecho saber anteriormente, don Zacarías ignoraba que el “sestercio de Galba” estuviese camuflado en el bastón con el que se ha estado ayudando para caminar estos últimos días. Sin que él pudiese llegar a sospecharlo, el señor presidente del consejo estaba siendo utilizado como un mero porteador por quién realmente está detrás de todo este asunto.

Mientras hacía una breve pausa, me fijé en los rostros de los componentes de mi ocasional auditorio. Los consejeros permanecían atentos tanto a mis palabras como al lenguaje corporal que se desprendía de mis gestos.

     – En el transcurso de la entrevista que mantuve con don Zacarías cuando requirió de mis servicios, éste me informó que las monedas de gran valor, como el “sestercio de Galba”, se guardan en el interior de sendas cajas de seguridad ubicadas en la última planta de este edificio. Contando con su beneplácito, visité el octavo piso y pude comprobar este extremo personalmente; además, verifiqué que los sistemas de seguridad adicional con los que cuentan: un escáner y un arco detector de metales bajo la supervisión de un vigilante de seguridad. Así mismo, don Zacarías me explicó que para proceder a la apertura de las cajas de seguridad se necesitan dos llaves: todos los consejeros tienen una copia de una de ellas, mientras que la otra llave, de la que tan solo se cuenta con un original, obra siempre en su poder – recordé lo acontecido en mi anterior visita a la sede de la sociedad numismática.

     – En efecto… Siempre la llevo encima – ratificó Zacarías Playa.

     – Por lo tanto, para poder abrir cualquiera de las cajas de seguridad resulta imprescindible contar con su presencia y, al menos, con la de otro de los miembros del consejo de administración de la sociedad. Otro dato a tener en cuenta es que, según también he podido verificar, cuando se abren las cajas de seguridad se toma nota en un libro registro, junto con la fecha y la hora, de los nombres de quienes realizaron la apertura en aplicación del protocolo de seguridad recogido en los estatutos sociales. Pues bien, el día anterior al descubrimiento de la desaparición de la moneda, don Zacarías y monsieur Fleury, según consta en el citado libro registro, procedieron a la apertura de una de las cajas de seguridad, si no recuerdo mal, la numero cinco – continué mi relato buscando con la mirada la confirmación de ambos.

     – Así es – fue Zacarías Playa quien finalmente intervino corroborando mi afirmación –, monsieur Fleury solicitó tener la oportunidad de examinar un par de monedas alfonsinas, acuñadas en 1877, que recientemente se han incorporado a nuestra colección.

     – El día anterior, en la biblioteca, había tenido lugar el percance que desposeyó a don Zacarías de su bastón y propició que monsieur Fleury le prestase, poco después, otro bastón de su propiedad – apunté.

Todos mis oyentes seguían ensimismados en el desarrollo de mi relato a excepción de monsieur Fleury quien, visiblemente abrumado, utilizaba un pulcro pañuelo de seda natural para limpiar las gotitas de sudor que adornaban su frente.

     – Señor presidente del consejo de administración, ¿es tan amable de informar a los aquí presentes sobre qué hizo usted después de visitar las cajas de seguridad en compañía de monsieur Fleury? – le pregunté.

     – Me sentía obligado a corresponder el ofrecimiento de reparar mi bastón y agradecer el detalle que tuvo monsieur Fleury prestándome uno de los suyos el día anterior… – masculló Zacarías Playa a la par que señalaba con su índice al cayado que, desmontado, aparecía sobre la mesa –. Le invité a tomar una copa de amontillado, una variedad enológica que se encuentra entre el fino y el oloroso, en mi despacho y él me obsequió con un excelente “Montecristo” (4) -. ¡Si llego a imaginar entonces…! – bramó el veterano numismático dirigiendo una mirada envenenada al hombrecito que con tanto fervor había tratado de inculparle tras la aparición de la moneda.

     – En mi visita advertí que su despacho se encuentra ubicado en la misma planta que las cajas de seguridad. Y bien, ¿qué ocurrió después de que ambos tomasen esa copa de vino? – continué con mis preguntas.

     – Bueno… – mi interlocutor parecía algo turbado – Me tomé la libertad de encender el cigarro y darle unas caladas… – el presidente del consejo de administración titubeó apenas unos instantes -. Aunque está prohibido fumar en todo el edificio mis estimados colegas, que conocen bien mis debilidades, son tremendamente condescendientes conmigo – aseveró finalmente.

La altanería de la que siempre había hecho gala Zacarías Playa le permitía auto eximirse del cumplimiento de ciertas normas que, sin embargo, él mismo estimaba de inexcusable observancia para todos los demás. Pertenecía a esa clase de patrones que aplicaban con severidad hasta la última coma del reglamento laboral interno a sus empleados mientras que, en contrapartida, se permitían especular con el cómputo del tiempo adicional que los trabajadores realizaban sobre su jornada de trabajo, la concesión de días libres y los periodos de vacaciones.

     – ¿Y después? – llegados a este punto, me vi obligado a obtener sus respuestas con sacacorchos.

     – Pues… Me quedé traspuesto – confesó sin poder disimular el rubor que prendía en sus mejillas –. En aquel momento sentía náuseas y un ligero mareo… ¡Y eso que el amontillado era de excelente calidad! Ignoró el porqué de mi repentina indisposición.

        (4) Una de las más apreciadas marcas de cigarros puros habanos. En la caja en la que se comercializan los cigarros aparece el dibujo de una flor de lis flanqueada por espadas en alusión a la obra de Alejandro Dumas “El conde de Montecristo”.

     – ¿Por cuánto tiempo? – inquirí; por el gesto que dibujó en su rostro, Zacarías Playa debió de considerar irrelevante la pregunta.

     – No más de diez minutos …. Cuando desperté, ese señor permanecía sentado frente a mí revisando su agenda – apuntó con su prominente barbilla hacia monsieur Fleury conun claro gesto de desdén –. Fue él quien me recordó que debíamos acudir a un simposio sobre monedas celtibéricas que se celebraba en el Hotel Excélsior y al que habíamos sido invitados por unos colegas del Círculo Numismático y Filatélico.

     – Así que abandonaron juntos la octava planta… – reflexioné unos instantes – ¿Pasaron ustedes a través del detector allí instalado?

     – Señor Laredo… – el rubor comenzaba a desaparecer de las mejillas de Zacarías Playa – Todas las personas que entran o salen de la octava planta han de pasar por el arco detector de metales y someter a la revisión del escáner los objetos que pudiesen portar en ese momento – afirmó.

– ¿Todo el mundo se somete a ese control de entrada y salida? ¿Está usted seguro? – insistí.

     – ¡Pues claro!… – el presidente del consejo de administración quedó pensativo un momento – Aunque… Verá, señor Laredo… Debido al sobrepeso que padezco y a mis lamentables condiciones físicas, me es harto complicado… El arco resulta bastante estrecho para mí… ¡No tenemos el presupuesto de un aeropuerto para instalar un equipo más sofisticado! – se quejó -. Además, siempre soy el primero en entrar y el último en salir de esa parte del edificio por lo que suelo utilizar una salida trasera que desemboca frente a los ascensores de la planta.

     – ¡Lo suponía! – exclamé –. Y nadie le ha recriminado nunca esa conducta debido a la “confianza” que todos en la sociedad tienen en usted, ¿verdad? – rematé mis palabras sazonándolas con una pizca de ironía.

Durante unos segundos, el silencio volvió a reinar en la sala.

     – Continuando con su testimonio, don Zacarías… Usted no regresó al edificio de la sociedad hasta el día siguiente… – intenté recuperar con prontitud el relato de los acontecimientos.

     – En efecto. Fue entonces cuando decidí revisar algunas monedas romanas de nuestra colección con la intención de verificar si presentaban alguna similitud con las de origen celtibérico, posibilidad sobre la que se había estado discutiendo en el simposio al que asistí la tarde anterior. Avisé al profesor Stefanescu, que se encontraba trabajando en su despacho desde primera hora de la mañana, pues necesitaba una copia de la otra llave para abrir las cajas de seguridad. ¡Imagínese cual fue nuestra sorpresa al comprobar que el “sestercio de Galba” no se encontraba en su estuche! De inmediato, convoqué con urgencia al consejo de administración de la sociedad y a nuestro asesor de seguridad, ex inspector de policía a quien usted conoce bien… Fue él quien nos recomendó contar con sus servicios, señor Laredo, antes de vernos obligados a denunciar el hecho y obtener así una publicidad no deseada para nuestra sociedad. – afirmó don Zacarías Playa volviendo a engolar la voz.

     – El hecho de que usted decidiese revisar las monedas romanas de su colección, aunque puramente causal, es determinante en todo este asunto. De no haber sido así, ¿cuánto tiempo hubiese pasado hasta que se hubiesen percatado de la falta del “sestercio de Galba”? Para entonces, muy probablemente, la persona que planeó la desaparición de la moneda podría haberla tenido ya a buen recaudo – sentencié.

     Ce n’est pas posible !monsieur Fleury abandonó su asiento de un respingo -. ¿A qué viene todo esto? ¡Todos los presentes en esta sala hemos presenciado como el sestercio permanecía oculto en el bastón que estaba utilizando Zacarías Playa!

     – Pero él no lo puso ahí – insistí –. Sin llegar a sospecharlo, don Zacarías estaba a punto de entregar el sestercio a la persona que concibió este plan… Uno de ustedes, señores consejeros.

En ese momento, tuve la sensación de que la atmósfera del interior de la sala de juntas podría atravesarse con una daga.

     – ¿Con qué propósito?… Detective, incluso para nosotros resultaría muy complicado rentabilizar la moneda fuera de los cauces legales… Por otra parte, la desaparición del sestercio supondría la pérdida de gran parte del valor actual de la sociedad – se animó intervenir finalmente el doctor Sola.

     – ¿Quién de nosotros desearía que algo así pudiese suceder?  – su colega, el doctor Stefanescu, acababa de formular la pregunta cuya respuesta conducía directamente a la resolución del caso.

     – El único de ustedes que alberga la intención de hacerse con el control de la sociedad una vez devaluada tras sufrir un percance capaz de quebrar la confianza del accionariado y los inversores: a menor valor de la entidad, precio de compra más ventajoso… – respondí -. La misma persona que ostenta la condición de accionista mayoritario de otras tantas empresas relacionadas con el mundo de las antigüedades que, incluso, cotizan en bolsa… ¿No es así, monsieur Fleury? – mi pregunta surcó el aire como de si un venablo se tratase.

El anticuario marsellés respiró profundamente. Sin lugar a dudas, todo su entusiasmo había desaparecido y se esforzaba en encontrar una respuesta coherente que desmontase mi argumentación; desde hacía ya unos minutos, se había percatado de que mis conjeturas sobre el caso giraban en torno suyo como un tiburón hambriento ciñendo círculos cada vez más estrechos alrededor de una presa malherida.

     – C’est une offense intolerable !… ¡Es un insulto a mi persona! – se limitó a decir el anticuario marsellés intentado conferir a sus palabras el apresto suficiente para que no resultasen vacías.

     – Por lo que he llegado a saber, en los últimos dos años, además de duplicar el valor de su epicentro empresarial, ha adquirido acciones de otras tres firmas relacionadas con el negocio del arte. Pues bien, según los informes del registro mercantil que he consultado, todas ellas se encontraban en una situación económica muy delicada cuando usted las adquirió – le repliqué con la certeza que me confería la documentación que obraba en mi poder.

     – La oportunidad se encuentra detrás de todo buen negocio, monsieur Laredo. ¿Es eso acaso ilegal? – el marsellés avanzó hacia mi exhibiendo una actitud desafiante – ¡Deje ya de ofenderme! ¡Todo esto no es más que una estúpida patraña!

     – Yo no lo creo así… Verá … – quede cara a cara con monsieur Fleury –.  Usted es la única persona que, como acabo de señalar, tiene un motivo coherente para desear que la sociedad pierda gran parte de su valor y se deprecie; de no ser así, le resultaría muy costoso llegar a controlarla plenamente. La desaparición del “sestercio de Galba” tan solo constituía el instrumento idóneo para propiciar esa situación. Y no le resultó muy complicado llevar a cabo su plan… Fingió un pequeño accidente en la sala de lectura como consecuencia del cuál el bastón que habitualmente utiliza don Zacarías quedó dañado: la excusa perfecta para proporcionarle con suma diligencia otro de su propiedad previamente acondicionado, cincelando en su interior una oquedad lo suficientemente holgada para cobijar el sestercio una vez que se hubiese apoderado de él; lo demás le resultaría a usted muy sencillo, a lo sumo le llevaría unos días restaurar el bastón del presidente del consejo y recuperar el suyo con la moneda en su interior.

El rostro del marsellés era todo un poema.

     – Así pues – continué tras una breve pausa –, con la excusa de examinar unas monedas recientemente incorporadas a la colección de la sociedad, accedió hasta la octava planta en compañía de don Zacarías; después de visitarlas valiéndose de una excusa creíble, le obsequió con un cigarro habano de los que el presidente del consejo de administración tanto aprecia. Aprovechando que éste se quedó adormilado saboreando tan excelente tabaco, usted se hizo con su llave y pudo acceder de nuevo a las cajas de seguridad. No le llevó más de cinco minutos… Y tampoco quedaría registrado por las cámaras del circuito cerrado de televisión, pues éstas se encuentran instaladas cubriendo el detector.

     – Una historia increíble, señor Laredo – monsieur Fleury tragó saliva y se dispuso a rebatir mi hipótesis –. Según usted, preparé todo ese plan eso a la espera de que el presidente se quedase repentinamente dormido en su despacho… ¡Es absurdo! En todos estos años jamás le he visto sestear en horas de trabajo. ¡Que se lo confirme él mismo!

     – Usted sabía que don Zacarías iba a quedarse adormilado el tiempo necesario para llevar a cabo su plan – le espeté con sequedad.

     Mon diéu ! Ahora resulta que tengo el poder de inducir al sueño a las personas… – me rebatió monsieur Fleury intentando conferir a sus palabras un toque de ironía.

Hurgué con mi mano izquierda en el bolsillo de mi americana y extraje una bolsita de color marrón herméticamente cerrada; procedí a su apertura y, con la ayuda de unas pinzas que a tal efecto portaba, tomé los restos de cigarro puro que guardaba en su interior y la mostré a los presentes antes de proseguir con la exposición de los hechos.

     – Poco antes de salir en dirección al simposio del Hotel Excélsior, don Zacarías dejó la colilla del cigarro con que le obsequió monsieur Fleury en el cenicero de su despacho y cuando practiqué la pertinente inspección ocular en la octava planta, la encontré. Debido a las circunstancias, el presidente del consejo de administración dejó su despacho cerrado a cal y canto en todo momento, lo que evitó que el servicio de limpieza retirase los restos del cenicero. Aunque no soy fumador, he de reconocer que me agrada el aroma de los cigarros puros y que, modestia aparte, sabría reconocer algunas de las marcas más emblemáticas de éstos tan solo por el olor que desprenden; por eso, cuando me llevé la colilla a la nariz y aprecié un extraño matiz en su aroma decidí enviarla al laboratorio con el que habitualmente trabajo para que efectuaran un sencillo análisis.

Cogí la tarjetita que aparecía sujeta con un papel adhesivo sobre la bolsa y se la ofrecí al presidente del consejo de administración.

     – Son los resultados del análisis realizado con los restos del habano. Se han encontrado trazas de un fármaco de uso habitual llamado clorfenamina, un antihistamínico frecuentemente empleado contra las alergias y el resfriado que se encuentra presente en gran cantidad de jarabes y preparados que se pueden conseguir fácilmente en las farmacias – expliqué.

     – ¿Me está diciendo que el habano estaba impregnado con jarabe para aliviar los catarros? – rezongó Zacarías Playa.

     – A tenor del resultado del análisis, sin ningún género de dudas – sentencié -. La clorfenamina, si se proporciona en la dosis suficiente, tiene efectos depresores del sistema nervioso central y disminuye la actividad cerebral provocando un estado de sopor y somnolencia. La copa de amontillado que saboreó mientras fumaba muy probablemente sirvió para potenciar sus efectos. De ahí ese repentino sueño precedido de náuseas y una sensación de mareo – concluí.

     Ab insomne custodita dracone! (5) –  Zacarías Playa se sentía como un césar de la antigua Roma a quien le hubiese intentado envenenar la guardia pretoriana.

    Monsieur Fleury sabía que el presidente del consejo de administración no suele someterse al detector de metales. Además, aunque excepcionalmente lo hubiese hecho en aquella ocasión, portando un precioso bastón cuya empuñadura está elaborada con una plata de ley, lo que sin duda hubiera activado la alarma, el vigilante de seguridad no le habría registrado. La moneda debería de haber salido de la octava planta en el interior del bastón sin ser detectada – me dirigí a los demás consejeros –. A monsieur Fleury tan solo le quedaría recuperar el bastón, con el “sestercio de Galba” en su interior, una vez que el que usa habitualmente don Zacarías hubiese sido restaurado.

Los ojos de todos los presentes se clavaron con inquina en la frágil figura del anticuario marsellés. Éste, en pie frente a mí, con los puños cerrados y apretando los labios, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia delante hasta que la barbilla se topó con su pecho. Permaneció así unos segundos hasta que, dirigiéndome de nuevo la mirada, su trémula voz volvió a oírse en la sala.

   (5) “Insomne custodia el dragón”, frase en latín que tiene su origen en una antigua leyenda referida a un dragón que ejercía de guardián de un tesoro.

      – He de entender que, en base a meras suposiciones, usted me acusa formalmente de estar detrás de la sustracción del “sestercio de Galba”. Pero usted no tiene ninguna prueba que me inculpe directamente, señor Laredo… Voy a ordenar a mis abogados que inicien todas las acciones legales que sean oportunas para resarcirme de toda esta ignominia – su voz tenía el siseo de una serpiente dispuesta a defenderse a la desesperada.

     – En usted se conjugan el motivo, los medios y la oportunidad que alberga toda acción humana, sea esta lícita o no – mis palabras estaban aderezadas con el rigor de un veredicto –. Pero si desea usted una prueba irrefutable de todo esto, ahí la tiene – señale la moneda que seguías inerte sobre la mesa –. A buen seguro que se podrán encontrar sus impresiones dactilares sobre ella.

          Azuzado por la atenta mirada de los consejeros, me dispuse a exponer las nociones básicas de numismática que, en tan breve periodo de tiempo, había tenido que valorar para lograr resolver el caso. Mi voz volvió a sonar fuerte y segura:

     – Tal y como consta en el protocolo de la colección, todas las monedas que son incorporadas a la misma se limpian utilizando la electrolisis (6) con el fin de que no resulten dañadas; en esta tarea, como todos ustedes bien saben, no se emplean productos químicos abrasivos pues, al contener éstos ácidos, se corre el riesgo de que se pierdan las primeras capas de metal, reemplazando el lustre original por un brillo no genuino que disminuye el valor de la moneda; todo aquel que colecciona monedas es consciente de que éstas envejecen con el tiempo y que la oxidación inevitable del metal forma una película protectora, denominada pátina, que en ocasiones agrega un valor numismático adicional a la moneda.

  Rodeados de expertos, me sentía como un párvulo a punto de ser corregido por sus maestros; no obstante, seguí mi exposición con confianza.

     – Las monedas de antiguas son, así mismo, muy sensibles si se las manipula indebidamente: la piel produce de forma natural ácidos grasos, a los cuales se debe el hecho de que nuestras huellas dactilares queden impresas al tocar objetos. El problema es que estos ácidos, al quedarse sobre la moneda, son foco de corrosión del metal. Es por ello que, si se adquiere una moneda de colección protegida en un estuche, en ningún momento éste debe abrirse y mucho menos extraer la moneda. Según tengo entendido, uno de los errores más comunes de un coleccionista novel es permitir que quien        

(6) Proceso químico por medio del cual una sustancia inmersa en una disolución se descompone por la acción de la una corriente eléctrica continua.

está admirando su colección manipule directamente las monedas cuando las observa sin la protección de unos guantes de algodón – proseguí seguro de lo expuesto hasta el momento-. En el bastón que facilitó a don Zacarías no había suficiente espacio para esconder el estuche que contenía el “sestercio de Galba”, por lo que usted, monsieur Fleury – volví a encarar al anticuario -, tras extraerlo de la cápsula lo manipuló directamente para introducirlo en la oquedad cincelada con tal finalidad. No estimo oportuno utilizar guantes en un momento tan delicado. ¿Verdad? Sus huellas dactilares aparecerán nítidamente sobre la moneda pues, aún de forma no consciente, la secreción de sudor en una persona es mucho mayor cuando ésta se encuentra excitada, como presumiblemente se hallaba usted en aquellos instantes.

El anticuario marsellés permanecía inmóvil en el mismo lugar. Cerró los ojos con fuerza y se llevó el torso de su mano derecha a la frente como si desease comprobar si la fiebre le castigaba. Su cuerpo temblaba ligeramente.

    – Estoy convencido de que los técnicos del laboratorio con el que trabajo podrán encontrar rastros de las impresiones que se encuentran en la moneda y compararlos con las crestas papilares de los dedos de monsieur Fleury – sugerí.

     – No será necesario – la voz de Zacarías Playa recuperó todo el protagonismo -. El “sestercio de Galba” ha sido recuperado y con ello se ha evitado que un asunto tan truculento pudiese afectar a la imagen y, por ende, a la solvencia de nuestra sociedad. Caballeros – se dirigió a los consejeros -, estoy convencido que sabremos cómo arreglar este asunto internamente.

Los miembros del consejo permanecieron en silencio, meditabundos, con la vista aún puesta en la frágil figura de monsieur Fleury.

     – Ha hecho usted un excelente trabajo, señor Laredo – el presidente del consejo de administración me dedicó lo que intuí que pudiera ser una mirada de agradecimiento –. Ahora solo nos queda confiar en su absoluta discreción sobre todo lo que ha acontecido en este edificio.

     – Por supuesto- Como detective privado tengo un código deontológico muy exigente al respecto – contesté.

     – Antes de que tome un avión de regreso a su pequeño paraíso del Mediterráneo, extenderé un cheque por sus servicios – se despidió Zacarías Playa mientras accionaba el intercomunicador que le ponía en contacto con su asistente personal.

Al momento, me encontré de nuevo en pos de las sinuosas caderas de la secretaria de dirección recorriendo velozmente el pasillo rumbo a la salida.

Mario Callejo Herrera

Mojácar, 1 de diciembre de 2023


Publicado

en

por

Etiquetas:

Utilizamos cookies en esta web para facilitar su experiencia como usuario Si continuas navegando, consideramos que aceptas su uso. Puedes cambiar la configuración u obtener más información.   
Privacidad