Las cartas de Su Majestad el Rey

El hombretón tardó en recuperarse unos instantes. Un incipiente hematoma comenzó a dibujarse sobre su frente mientras que, con un gesto de incredulidad instalado en el rostro, nerviosamente se palpaba la ropa.

– ¿Buscas esto? – pregunté; sobre la palma de mi mano derecha descansaban unos sobres de papel verjurado atados con un cordel.

Desde el suelo, Rico me lanzó una mirada plagada de rencor. Hizo ademán de levantarse, deseoso de abalanzarse contra mí, pero la visión de la culata del revólver Smith & Wesson Special del calibre 38 que siempre llevaba conmigo, asomando bajo mi chaqueta, le aconsejó sosegarse.

– ¡Vaya! No se os ha dado nada mal para ser unos simples huelebraguteas – refunfuñó visiblemente contrariado.

Valentina, quien había permanecido a mi lado en todo momento, no podía ocultar su satisfacción.

– Reúne a todos en la biblioteca. Y avisa al inspector Martín. Tranquila, Rico y yo subiremos enseguida – dije a mi ocasional partenaire en esta investigación.

Valentina desapareció rauda escaleras arriba.

Moviendo trabajosamente sus ciento noventa y tres centímetros de estatura, Rico se puso en pie. Aunque se sabía derrotado, en aquel sótano intentó jugar una última carta.

     – No puedes probar nada – escupió sus palabras con desdén mientras observaba como los sobres de papel verjurado desaparecían en el bolsillo interior de mi americana -. Además, ¿Qué pasa con Marga? Conocía la existencia de las cartas… ¡Pudo acceder al despacho que utilizaba el señor Morán desde el jardín rompiendo el cristal de una ventana!

     – Eso es exactamente lo que tú hiciste– contesté-. Pero atravesaste el parterre sin percatare de que el jardinero lo había abonado recientemente. La huella de aquel cuarenta y ocho nos dejó claro que no había sido ella. ¿Cómo vas a explicar por qué guardas estos sobres aquí abajo?

– Diré a la policía que me golpeaste y me los pusiste encima – argumentó Rico llevándose una mano a la cabeza.

– Va a resultar difícil que se traguen esa milonga – aseguré confiado -. Y ahora, ¡andando! Nos están esperando – hice un leve movimiento de cabeza en dirección a las escaleras que conducían a la planta baja de la casa. Rico volvió a encontrar con la mirada la culata de mi 38 Special y obedeció mansamente.

Mis ojos se toparon con los Valentina al entrar en la biblioteca. Puede que, por primera vez desde que llegó a mi vida, mi primogénita sintiese hacia mí esa pequeña dosis de admiración necesaria para construir una verdadera relación padre-hija.

No estaba resultando fácil, para ninguno de los dos. La trágica muerte de su madre obligó a Valentina a abandonar su país natal, cruzar el Atlántico para encontrarse con un padre de quien poco, o prácticamente nada, sabia hasta entonces, dejando atrás a amigos y demás familia para compartir techo y mantel con un veterano ex policía, con quien su malograda madre mantuvo un tortuoso affaire dos décadas atrás, y que en la actualidad sobrevivía gracias a una licencia de detective privado.

– ¡Señor Laredo! – Clara Morán, quien había contratado mis servicios cuarenta y ocho horas antes, se mostró muy sorprendida al verme entrar escoltando a Rico-. ¿Qué se supone que está pasando?

De un vistazo, comprobé que se encontraban presentes todos los interesados en aquel asunto: junto a la señorita Morán su novio, un pimpollo presuntuoso y altanero que jugaba a ser el CEO de las empresas de su familia; el matrimonio formado por Carlos Huamán y Lucrecia Espinoza, de origen peruano, encargados del servicio doméstico desde hacía varios lustros y, cerrando el elenco de allegados, el abogado de la familia Morán.

– Siéntense todos ustedes, por favor – me dirigí a los allí reunidos.

El sonoro tintineo del timbre de la puerta de entrada anunció la llegada del inspector Martín. Con suma discreción, tras apostar a uno de sus hombres en el amplio recibidor de la casa, entró en la biblioteca manteniéndose en un discreto segundo plano.

– Le aseguro que todo eso tiene una explicación – me giré hacia mi cliente quien, abrumada por los acontecimientos, jugueteaba nerviosamente con los tirabuzones que formaba su rubia melena. Acto seguido, saqué los sobres de papel verjurado que guardaba en mi chaqueta y los puse a la vista de todos sobre una mesa baja de madera de caoba que se ubicaba en el centro de la estancia.

– ¡Las cuarenta y ocho cartas que mi padre escondió! – Clara Morán se puso de pie de un respingo -. ¿Entonces…? – balbuceó posando sus ojos sobre Rico; éste, sentado en un butacón ubicado al abrigo de una monumental estantería repleta de libros lujosamente encuadernados, atrapado como una mosca sobre un panal de rica miel, colocó los codos sobre las rodillas cobijando su rostro entre las manos.

Todas las miradas, imponiéndose sobre un leve murmullo de fondo, convergieron al unísono en mi persona. Valentina permanecía atenta y en silencio; al instante, sus ojos, grandes y brunos, al igual que una pareja de perlas de ébano, me demandaron que comenzase a hablar.

Por unos segundos, me sentí como uno de esos detectives de ficción engendrados por las portentosas plumas de la literatura anglosajona, obligados a resolver enrevesados casos ambientados en las suntuosas mansiones de las familias más adineradas y excéntricas.

– Si no recuerdo mal, por lo que me comentó en nuestra primera entrevista, usted regresó a esta casa, en donde nació y creció, hace ahora tres años – decidido a entrar en materia, me dirigí a Clara Morán.

– Así es. Cuando murió mi madre decidí estar lo más cerca de mi padre.

– Fue su padre quien le habló de esas cartas, ¿no es así?

Clara Morán asintió con un escueto monosílabo.

– ¿Hace mucho tiempo de eso?

– Cuando cumplí los veintiún años de edad. Mi padre era un gran hombre, pero algo anticuado en sus costumbres. Pensaba que la edad ideal para que una mujer alcanzase la mayoría de edad no eran los dieciocho años…

– ¿Qué le dijo a usted su padre con respecto a esas cartas?

–  Me dejó bien claro que, a su muerte, las cartas deberían de ser destruidas y, que hasta entonces, no podría trascender su contenido bajo ninguna circunstancia

– ¿No conoce usted el contenido de las misivas?

– No. Mi padre me aseguró que en las cuarenta y ocho cartas se guarda un gran secreto. Un secreto que, de llegar a revelarse, los cimientos del Estado se sacudirían de arriba abajo. Después de abandonar la Casa de Su Majestad el Rey, donde prestó sus servicios durante años, mi padre decidió ponerlas a buen recaudo.

Al oír esas palabras, el inspector Martín se estremeció en su asiento. Todos los allí presentes escuchaban embelesados la conversación. Hasta donde cabía entender, quedaba patente que el desempeño de un puesto en la Casa Real por parte del padre de Clara estaba íntimamente relacionado con el contenido de las misivas.

– ¿Quiénes, además de usted, conocían en ese momento la existencia de las cartas?

– Marga, la secretaria particular de mi padre; Rico, en su calidad de administrador de los bienes de la familia y nuestro abogado, aquí presente, el señor Picazo-. Después de hacer una breve pausa, Clara Morán continuó hablando -. Somos una familia que ha de gestionar un importante patrimonio y por ello necesitamos ayuda…

– ¿Conocía usted el lugar en donde su padre guardaba las cartas?

Clara Morán titubeó un instante antes de contestar.

– Sabía que no estaban en la caja fuerte, ni en los cajones del escritorio de mi padre que suelen permanecer cerrados con llave. Pensé que estarían a buen recaudo en alguna caja de seguridad, en un banco o, quien sabe, más allá de nuestras fronteras. Mi padre dejó ordenado en su testamento que, al cumplirse un año de su fallecimiento, hecho que ocurrirá próximamente, el señor Picazo me entregase un documento dispuesto en sus últimas voluntades en el que se me revelaría el lugar en donde se encuentran depositadas las cartas y que es lo que se supone que debería de hacer con ellas. Aunque no era un tema que me preocupase demasiado…Hasta antes de ayer, cuando pensé que alguien se había estado paseando a sus anchas por la casa y avisé a la policía.

– Continúe, por favor – reclamé la atención de mi interlocutora para que siguiese hablando.

– Cómo no había desaparecido nada, tan solo se encontró un par de cajones de la mesa del despacho forzados, una lamparita de mesa rota y la tela que tapiza el sillón que usaba mi padre rasgada, los agentes, al no poder detectar ningún indicio sospechoso, dieron el incidente por zanjado. Fue entonces cuando el señor Picazo, velando por nuestra seguridad, me aconsejó que hablase con usted.

– Presentí que algo malo pudiera llegar a ocurrir – el abogado, quien había permanecido en silencio hasta ese momento, intervino en la conversación -. ¡Y quien mejor que usted para, como se ha dado el caso, hacerse cargo de la situación!

Haciendo caso omiso al trivial halago que se me dispensaba, me centré en lo esencial de aquel asunto.

– Todo estaba pensado para hacerles creer que alguien, burlando la alarma, accedió al despacho de su padre desde el exterior rompiendo una ventana – afirmé posando la mirada en Rico-. Supondrían así que, ante la posibilidad de verse sorprendido, el intruso imaginario, tras hurgar apresuradamente en la mesa del despacho, se habría marchado por donde llegó con el objeto que constituiría su hipotético botín.

– Discúlpeme, detective – el pimpollo, engolando la voz, se atrevió a intervenir -. No entiendo bien lo que está insinuando… ¿Alguien fingió un robo en el que, aparentemente, sustrajo algo que realmente no sustrajo? ¡Qué galimatías!

– Así, cuando ustedes se percatasen de que algo muy relevante había desaparecido, lo achacarían a ese capítulo, dejando pasar por alto lo realmente sucedido… O al menos esa era la intención de la persona que se encuentra detrás de todo eso – dije.

– ¡Me encanta esa chamba (1)! – ante los rostros de perplejidad de los allí congregados, Valentina esbozó una tímida sonrisa.

             (1) En Venezuela, término usado coloquialmente para referirse al trabajo.

– Próximamente, el señor abogado proporcionará a Clara un documento en el que su padre reveló el inusual lugar dónde se encontraban las cartas escondidas – afirmé – Al llegar hasta el sillón del despacho que él utilizaba, se dará cuenta de que ha sido desvalijado anteriormente, aquella noche en la que, supuestamente, alguien entró rompiendo el cristal de una ventana desde el jardín, ¿verdad, Rico?

– ¡Mi padre escondió las caras en su sillón de lectura! – movida por un resorte, Clara Morán se levantó de su asiento.

– Así fue – intervine de nuevo -. De ahí que Rico urdiera su plan. Sabía que las cartas estaban ahí escondidas, tan solo tenía que hacerse con ellas y montar esa pantomima para desviar la atención.

– Brillante, señor Laredo – de nuevo, el abogado de la familia tuvo a bien piropear mi actuación -. Pero me quedan algunas incógnitas por resolver, si a usted no le importa…

Valentina se situó justo a mi lado. Era como si sus genes reclamasen la necesidad de participar en la resolución de un caso. Con un leve movimiento de cabeza, indiqué al letrado que me encontraba listo para responder a sus preguntas.

– ¿Cómo supo Rico donde se encontraban las cartas? – Picazo enfatizó sus palabras acompañándolas con un chasquido de dedos.

– Ese detalle no tiene especial relevancia. Rico pasaba muchas horas en esta casa y tenía acceso a todos los rincones de la misma; puede ser que la casualidad, o algún otro hecho que desconozco, le llevasen a encontrar las cartas escondidas bajo la tela del sillón que utilizaba el señor Morán.

– Si, qué mejor sitio para guardar un gran secreto que debajo de tus propias asentaderas.

Mostré mi disconformidad con el comentario de Valentina dedicándole una mirada fulminante.

– ¿Y cómo se percató usted de que Rico había maquinado este descabellado plan y se había hecho con las cartas?

– La suerte jugó a nuestro favor. Si Clara no se hubiese dejado el teléfono móvil en el despacho que utilizaba su padre, nadie habría entrado en él hasta la mañana siguiente para descubrir la ventana forzada y los muebles rotos. Con la llegada de la policía, Rico no tuvo tiempo material para salir de aquí con los sobres, por lo que decidió esconderlos en el sótano, un lugar poco frecuentado, hasta que los agentes se hubiesen marchado. No contaba con que, siguiendo su consejo, Clara contratase mis servicios.

– Entiendo… – asintió el letrado.

– Pero lo realmente concluyente fueron las marcas de sus zapatos. Calzar un cuarenta ocho no es nada habitual, por lo que, debido a su estatura, comencé a sospechar inmediatamente de Rico. Además, el hecho de encontrar marcas de ese calzado en el parterre del jardín y en el quicio de la ventana forzada del despacho y, de igual modo, hallar las mismas marcas en la entrada de la vivienda y el recibidor, me hicieron pensar que se trataba de la misma persona: alguien que tenía libre acceso a la casa. Si el jardinero no hubiese abonado el jardín, hubiese sido extremadamente complicado llegar a esta conclusión.

Rico maldijo en voz baja.

– Controlamos sus movimientos hasta que nos llevó al sótano. Le pillamos in fraganti, con los sobres en sus manos. Fue entonces cuando arremetió contra nosotros; Afortunadamente, Valentina consiguió zancadillearle. El resto de la historia ya la conocen ustedes – concluí.

Clara Morán avanzó hasta quedar frente a Rico.

– Después de todos estos años… – se quejó -. ¿Por qué lo has hecho?

El inspector Martín entró en escena indicando a Rico que se levantara.

– Entender los motivos por lo que se hacen cosas así es una tarea complicada – aseguró el policía tomando del brazo al hombretón y comunicándole que estaba detenido.

Permanecí junto a Valentina mientras los demás abandonaban la biblioteca.

– ¿Qué será de él? – me preguntó Valentina cuando quedamos a solas.

– No lo sé. Ni me importa – confesé mientras comenzaba a caminar hacia la salida.

– ¿Sabes? Tu trabajo no está tan mal. Y, además, necesitas un ayudante. ¿Qué tengo que hacer para ser detective privado?

– ¡Ni lo sueñes! ¿No quedamos en que querías ser enfermera? – rezongué.

– ¡Eso fue antes de ayer! ¡Pueden pasar muchas cosas en cuarenta y ocho horas!


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