Las ratas del polígono industrial

Las ratas del polígono industrial.

 

A las diez de la mañana en punto, la puerta del dinner (1) se abrió y todos los allí presentes, alertados por el tintineo que avisaba al personal de la llegada de nuevos clientes, giraron la cabeza casi al unísono. Por supuesto que yo no fui una excepción; además, la estaba esperando.

(1)  Tipo de restaurante característico de Estados Unidos y que suele encontrarse en franquicias en muchas ciudades de España.

Con una elegancia innata, sabedora de haberse convertido momentáneamente en blanco de todas las miradas, Elena recorrió la corta distancia que le separaba de la mesa en la que me encontraba sentado.

Mientras se acercaba, esforzándome en captar su imagen como si se moviese en cámara lenta, me recreé contemplando su cautivadora imagen; lucía un vistoso traje de chaqueta con falda de lino marengo, entre elegante y funcional, que, además de realzar su curvilínea figura, dejaba patente el status de profesional del Derecho acostumbrada a desenvolverse en los tribunales y portaba un ataché de piel oscura grabado con el logotipo de una marca de categoría; llevaba el pelo recogido, su bello rostro tan solo aparecía acicalado con un tímido retoque de color en las mejillas y en los labios el reflejo purpúreo de una barra de carmín.

El repique de sus zapatos de tacón sobre la tarima que engalanaba el suelo del local cesó cuando quedó frente a mí, al otro lado del tablero de la mesita que se interponía entre ambos y que en ese instante se me antojó al igual que una barrera infranqueable.

– ¿Así que es aquí en donde desayunas? – me preguntó a modo de saludo a la par que tomaba asiento a mi lado.

– Solo cuando tengo que venir a los juzgados a ratificar algún informe – contesté haciendo a un lado una de las sillas para dejar sitio a la recién llegada -. ¡El café que sirven es de lo mejorcito de por aquí! – aseguré en un intento de justificar mi elección.

De entre todos los bares, mesones y restaurantes de la zona, me encontraba en el único representante en la ciudad de una conocida franquicia made in USA, donde sus desayunos desaforados en calorías y grasa de origen animal antagonizaba rabiosamente con las saludables y apetecibles viandas, típicamente mediterráneas, que se servían en los locales de alrededor.

Durante unos instantes, el tiempo pareció detenerse; el lapso necesario para que nuestras miradas, después de encontrarse, lograsen desengancharse dando pie a una conversación mucho más formal. El aire a mi alrededor se llenó de la sutileza del perfume de Elena y todo mi ser se puso en guardia.

– Es una suerte que hoy estés por aquí Laredo; tenía que hablar contigo urgentemente. De ahí que ayer te llamase tan tarde; discúlpame… ¡No sabía si mi llamada pudiera resultarte inoportuna! – afirmó sin pretender disimular la dosis de picardía con la que aliñaba sus palabras.

Con la sensualidad propia de una gatita de angora, Elena tomo la carta del establecimiento y revisó la sucinta oferta que contenía. Ante la evidencia de no poder encontrar algo que fuese de su agrado frunció el ceño, dejando escapar una breve exclamación de queja justo cuando el camarero llegó a nuestra mesa blandiendo el flamante dispositivo que no hacía mucho tiempo había sustituido al tradicional comandero.

– Tan solo quiero café… Un café, como el que está tomado el señor, por favor.

Acto seguido, la letrada centró toda su atención en mi persona. La luz que desprendían sus ojos azules, audaces y felinos, me cubrió por completo.

En presencia de una mujer realmente hermosa, como era el caso, muchos hombres se sentirían intimidados y nerviosos; otros, por el contrario, se verían en la necesidad de impresionarla como paso previo a un intento de cortejo; y a unos cuantos más se les haría, literalmente, la boca agua. Al no poder encuadrarme en ninguna de las tres categorías anteriores, me esforcé por reconducir toda mi atención a lo que Elena comenzó a decir.

– Desde hace un par de meses trabajo para una compañía de seguros de las grandes; estoy segura de que habrás oído hablar de ella. Abrieron una oficina en la Rambla a primeros de este año. Sabes a que compañía me refiero, ¿verdad?

– Puedo imaginármelo.

– Hasta ahora me he tenido que ocupar de temas meramente formales, de escasa trascendencia económica… Pero antes de ayer por la noche, una de las empresas aseguradas más relevantes y, por lo tanto, una de las pólizas más sustanciosas de las se han contratado hasta ahora por la nueva sucursal sufrió un terrible percance.

– ¿Qué ha sucedido?

– Un incendio de gran virulencia devoró, en su práctica totalidad, la nave industrial en donde la compañía que había suscrito la póliza con la aseguradora que represento almacenaba sus activos… Todo – la letrada acompañó sus palabras con un movimiento de las manos para darles mayor énfasis –, absolutamente todo el material que estaba almacenado en ella, ha quedado reducido a cenizas.

– ¿De qué se trataba?

– Textiles. Ropa y complementos en su gran mayoría. Los bomberos tardaron varias horas en controlar el incendio por completo, evitando así que se extendiera por el resto del polígono industrial en donde se encuentra ubicada la nave siniestrada – aseguró la letrada mientras extraía del ataché lo que parecía ser un dossier compuesto por varias carpetas de cartulina.

Sin darme oportunidad de intervenir, Elena Morolas continuó diciendo:

– Aquí tengo, además de los datos de la póliza y el cliente, una copia del informe preliminar de los bomberos.

– ¿Y qué dice ese informe?

– Que el incendio pudo tener como causa un cortocircuito en el sistema eléctrico que proveía de energía a la nave industrial.

– ¿Fortuito?

– A priori, según este informe preliminar, parece ser que si…

– Entonces… ¿Qué pinto yo en todo esto? Es cierto que he intervenido en algunos casos de este tipo, pero siempre cuando han existido evidencias de que el incendio pudo estar provocado con la finalidad de engañar al seguro y cobrar la correspondiente indemnización.

– Eso es lo que creo – las palabras de Elena parecieron permanecer durante unos instantes resonando en el aire, como si quisieran dar una especial trascendencia a lo por ella dicho.

– Pero según los bomberos…

La letrada se incorporó en su silla acercándose aún más al tablero de la mesa; colocó las palmas de las manos sobre las carpetas que acaba de sacar de su maletín y me miró con fijeza; su pierna rozó con la mía y un chispazo prendió en la mirada de ambos. Sentí que la tensión sexual que se acumulaba en aquellos momentos podría hacer arder toda una manzana de edificios.

– Anoche, cuando revisaba esto en casa, me di cuenta de algo.

Mi silencio dio luz verde a la letrada para continuar hablando.

–  Repasé los antecedentes de este cliente; como sabes, todas las empresas del sector recopilan información sobre los asegurados para poder evaluar el riesgo que representan para la compañía y decidir cuánto cobrarles en concepto de prima. Y hay una serie de datos sobre clientes e incidencias que se ponen en común, lo que en ocasiones resulta muy útil. Pues bien, cuando contrató con la firma a la que represento, el cliente en cuestión triplicó el valor habitual de su póliza. Nunca antes había contratado con ninguna otra aseguradora por un valor tan elevado.

– ¿De cuánto estamos hablando? – pregunté.

– Un cinco con cinco ceros, Laredo.

– Interesante – afirmé.

– Si. Y precisamente ahora, cuando tiene suscrita la póliza más sustanciosa jamás contratada por él, a nuestro cliente se le quema la nave industrial perdiendo todo lo asegurado…

– Con lo que puede cobrar del seguro, suspender pagos si los tuviese, deshacerse del personal que esté a su cargo y dar por finalizada su actividad sin mayor problema– supuse.

– Supongamos que a nuestro cliente las cosas no le estén yendo bien… De la noche a la mañana, y nunca mejor dicho, si su negocio arde se quita un montón de problemas de encima.

– Y con una sustanciosa suma de dinero en su cuenta a modo de indemnización por lo ocurrido – concluí.

Elena esbozó una sonrisa plagada de intención. Lo que acababa de relatarme, a pesar de ser un mero indicio, pudiera adquirir consistencia; no me quedaba otra que echar un vistazo a ese asunto.

– En cuanto llegue al despacho ordeno que te hagan una transferencia con una provisión de fondos – dijo la letrada mientras me entregaba el dossier.

Satisfecha por haber cumplido con su cometido más inminente, Elena Morolas decidió continuar con su jornada laboral.

– Tengo un juicio señalado para dentro de veinte minutos. Por favor, mantenme informada de cuanto averigües. Gracias por el café.

– Un placer – contesté mientras permanecía sentado asistiendo a como tan espectacular mujer se disponía a marcharse privándome así del deleite que para mí suponía su presencia.

– Aunque si te soy sincera, Laredo – sus ojos se permitieron la travesura de hurgar en los míos –, ha habido desayunos mucho mejores – dijo acicalando sus palabras con el susurro propio de la hojarasca correteando sobre el suelo que precede al estallido de una tormenta justo antes de encaminarse en dirección a la salida.

Asentí. La mayoría de ellos habían servido de epílogo a una intensa noche piel con piel. Sin poder zafarme de la zozobra que me causaba la efímera evocación de tan fogosos encuentros, seguí sus pasos con la mirada hasta que desapareció por la puerta del dinner.

Consulté mi reloj de pulsera. Eran cerca de las diez y veinte de la mañana, a mediados del mes de junio. A través de los ventanales pude observar como el sol comenzaba a imponer su ley en el lento caminar hacia lo más alto del cielo azul. Vestía una camisa blanca, pantalón beige y mi bléiser azul marino de verano. Estaba aseado, afeitado y sereno. En esos momentos era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a meter las narices en un asunto de medio millón de euros.

***

En cuanto tomé el primer sorbo, no me cupo más remedio que admitir que el café que servían en el bar del polígono industrial era bastante mejor que el que había tomado hacía apenas una hora en el dinner del paseo marítimo. No obstante, hubiese tolerado atiborrarme de aquel brebaje con tal de mantenerme al alcance de los devaneos de Elena Morolas.

Mientras observaba el ir y venir diligente de los camareros detrás del amplio mostrador que delimitaba su territorio frente al tropel de clientes que abarrotaba en esos momentos el local, me fijé en el grupo que trabajadores que, cariacontecidos, se arremolinaban en rededor de un hombre de pelo cano al final de la barra. Por los gestos que acompañaban a lo que estaba diciendo, pude deducir que el incendio acaecido la otra noche en la nave industrial objeto de mis pesquisas constituía el tema principal de su conversación.

Cogí el vaso de caña en el que me habían servido el café y me acerqué lo máximo posible al grupo sin que éste se percatase de mi presencia. Desde mi nueva ubicación, agudizando el oído, pude escuchar parte de lo que allí se decía, frases entrecortadas, palabras amortiguadas por el murmullo de fondo que imperaba en el establecimiento en frenética conjunción con el estridente entrechocar de platos, cucharillas y vasos de cristal.

Un breve fragmento de la conversación me llamó poderosamente la atención:

– ¡Qué putada! ¡Quemarse todo justamente ahora! ¡Cuando la nave estaba a rebosar de mercancías por primera vez en mucho tiempo! – con voz grave, un fornido hombretón embutido en un mono azul de trabajo maldecía a la mala suerte.

– Y que lo digas… Parecía que por fin esto empezaba a remontar y que los Salcedo no tendrían que cerrar ¡Somos ocho familias las que vivimos de esto! – se lamentaba el hombre de pelo cano atestiguando su condición de trabajador de la empresa siniestrada.

Cuando el grupo comenzó a disolverse, reclamados sus integrantes por la imperiosa vuelta al trabajo, apuré el café y me dirigí hacia el lugar del siniestro. Las suposiciones de la letrada Morolas comenzaban a cobrar consistencia. Según lo que acababa de escuchar, no era nada habitual que la nave estuviera repleta de mercancías; parecía que a la empresa que la regentaba no la iba muy bien y sus empleados temían por sus puestos de trabajo; si a eso le añadíamos que, curiosamente, la póliza suscrita era también la más alta contratada hasta la fecha mi instinto de sabueso contaba con suficientes estímulos para ponerse en marcha.

No obstante, también era lógico pensar que la dirección de Salcedo Moda Textil y Complementos, que así se denominaba la empresa en cuestión, se cubriese las espaladas ante cualquier eventualidad contratando una póliza elevada cuando la nave que le servía de almacén, según todo indicaba, estaba hasta los topes de mercancías. Además, la indemnización del seguro, aunque cuantiosa, cubriría tan solo una parte del valor total de los activos de la empresa. Puede que la nave ardiera de forma fortuita precisamente cuando todos estos factores se conjugaron. El informe preliminar de los bomberos así lo daba a entender. Una explicación muy plausible si no fuese porque en mi trabajo las casualidades no existen.

Llegué frente a la nave siniestrada. Un intenso olor a quemado se desprendía aún de los restos calcinados de la estructura que aparecían protegidos por un cordón de seguridad dispuesto por los bomberos. Busqué entre los contactos de mi teléfono móvil el número de la oficina de Irene y, mientras pasaba la mirada por tan desolador panorama, esperé a que mi llamada fuese contestada.

Irene, dedicada los informes mercantiles y de solvencia desde hacía varias décadas, consultó su formidable base de datos con suma diligencia. Su veredicto no se hizo esperar:

Salcedo Moda Textil y Complementos tiene una pésima nota en el rating de morosidad (2). Préstamos concedidos por varias entidades de crédito, obligaciones de pago a proveedores y deudas con las administraciones públicas… Esta gente tiene de todo, Laredo. Te lo paso a tu correo.

(2) Cálculo de la probabilidad de que una empresa pueda hacer frente a sus compromisos de pago en los próximos 12 meses, donde se distribuyen los resultados del porcentaje de probabilidad en una escala de 1 a 10; el 1 se asigna a las compañías con la mayor probabilidad de incumplimiento y el 10 con la menor.

– Eres un encanto. Apúntamelo en mi cuenta. Intentaré pasarme esta semana por tu oficina.

Otro indicio que apuntaba en la misma dirección acababa de aparecer en escena, aunque, de momento, no contaba con ningún dato concluyente. Si bien es cierto que la aseguradora podría solicitar una revisión del informe de los bomberos, e incluso aportar el dictamen de un perito independiente, sería necesario tener la firme convicción de estar ante un siniestro provocado intencionadamente.

Me fije en los dos operarios especializados que se esforzaban en retirar los cascotes que aún permanecían desperdigados sobre la calle. Cuando llegué hasta ellos, con la confianza de que me pudieran aportar algo de información sobre el caso, los hombres decidieron hacer un alto en su labor.

– Vaya la que se ha montado ¡Qué desastre! – me quejé sin apartar la vista de los restos de la nave industrial.

Después de observarme atentamente durante unos instantes, el más veterano de ellos, un hombrecillo orondo y de rostro hinchado acicalado con un bigotillo ralo y corto, se unió mis lamentaciones.

– Sí, una mierda como un piano… Aquí hay faena para un rato…

– Pero, ¿cómo pudo pasar una cosa así? – pregunté con aparente ingenuidad a aquel doble de luces (3) de Oliver Hardy.

(3) El doble de luces es una persona de la misma corpulencia y apariencia física que un actor; su trabajo consiste en interpretar los diálogos de la escena y moverse como lo hará el actor por el escenario.

– ¡Las putas ratas! – contestó con rudeza el otro operario, quien, hasta ese momento, llevaba haciendo de comparsa del gordinflón rompiendo su silencio –. ¡Las hay a mantas por aquí! – se quejó cimbreando su leptosómica silueta, de hombros estrechos y miembros huesudos y finos.

“Y este debe ser Stan Laurel” – pensé. Indudablemente, me encontraba ante la pareja perfecta.

– ¿Ratas?… ¿Qué tienen que ver con esto? – pregunté volviendo a la realidad.

– Según parece, esas alimañas se metieron en uno de los cajetines exteriores del circuito eléctrico de la nave y fueron royendo el recubrimiento de los cables hasta dejarlos prácticamente pelados… – afirmó Hardy apesadumbrado.

– Eso causo un cortocircuito y… ¡A tomar por saco la empresa! – apuntilló Laurel esbozando un rictus de fatalidad.

A modo de contestación dejé escapar una exclamación de asombro.

– Es un asco. Llevamos años quejándonos de las ratas. ¡Mira que las han echado de todo! Cada dos por tres, los coches de los de las plagas se dejan ver por aquí, pero nada… ¡No hay quien pueda con esas hijas de puta! – continuó el enjuto operario con lo que estaba diciendo.

– ¡Cuesta creer que las ratas hayan sido los causantes de todo esto! – dije mientras comenzaba a tomar unas fotografías de aquel desastre.

Mi comentario hirió la susceptibilidad de los dos hombres que se fajaban contra los escombros.

– Pues eche un vistazo usted mismo… ¡Ahí las tiene!… ¡Ahí detrás! – el más veterano tomó la palabra visiblemente contrariado-. Junto a la columna del fondo. Ese es el emplazamiento de uno de los cajetines del sistema eléctrico de la nave industrial – puntualizó extendiendo su brazo en esa dirección -. ¡Las muy asquerosas se lo estaban devorando hasta que se achicharraron junto a todo lo demás!

Dando la conversación por terminada, tras obsequiarme con sendas miradas de reproche, los malhumorados clones de Laurel& Hardy volvieron al trabajo.

Sin perder un segundo me encaminé hacia el lugar que me había sido indicado. Traspasé el cordón de seguridad dispuesto por los bomberos y llegué a la columna que hasta hacía bien poco había ayudado a soportar el peso de la estructura de la edificación en su parte posterior. A simple vista, sobre un murete que se disponía a un par de metros sobre el suelo, pude apreciar los restos calcinados de la caja registro eléctrico que guareció parte el cableado del sistema; unos cuantos cables, retorcidos y tiznados, sobresalían de su interior. Desde la posición que ocupaba tomé un par de fotografías, pero, con el propósito de obtener una perspectiva mejor del lugar en donde, según todo apuntaba, se había iniciado el incendio me encaramé a uno de los puntales que aseguraban los restos de la pared.

Los operarios con quienes había pegado la hebra hacía un momento estaban en lo cierto: junto a los cables, sobre la repisa en la que se asentaba el murete, los cuerpos chamuscados de lo que pude identificar como dos ratas aparecieron junto a un ennegrecido haz de cables. Antes de volver a poner los pies en el suelo, en equilibrio sobre el puntal, capté con mi móvil tan repulsiva imagen.

Acto seguido, y durante un buen rato, me dediqué a recopilar los testimonios de aquellos que quisieron hablar conmigo, en su mayoría trabajadores de las naves industriales cercanas. Poco más pude sacar en claro por lo que, cuando comenzó a caer la tarde, me dirigí de nuevo al bar del polígono donde decidí saciar mi apetito con un pincho de tortilla de patatas acompañado de una caña de cerveza excelentemente tirada.

– Esos sinvergüenzas lo han quemado todo para cobrar el seguro y desaparecer del mapa – dijo una voz femenina detrás de mí.

Me giré sorprendido.

– Es usted policía, ¿verdad? – la voz tomó la forma de una mujer joven, de pelo castaño peinado en una lisa melena y ojos marrones. Enfundada en un liviano vestido de verano, su atrayente anatomía reclamaba la atención de los allí presentes, hombres en su inmensa mayoría.

– No. No soy policía – contesté sin poder ocultar mi fastidio. Que me tomasen por policía, cosa que a mi pesar ocurría con cierta frecuencia, me fastidiaba enormemente.

– Pues como va usted por ahí, haciendo preguntas sobre el incendio pensé… – argumentó la joven.

– Trabajo para el seguro – respondí-. De ahí que haga preguntas.

Con un gesto de mi diestra la invité a acercarse a la barra.

– ¿Quiere tomar algo?

La recién llegada sacudió la cabeza declinando la invitación.

– Tan solo quiero decirle que fueron esos canallas, los Salcedo, quienes prendieron fuego a su negocio.

– ¿Y usted como lo sabe? – pregunté.

Los conozco bien. Me llamo Fátima, trabajo en las oficinas del polígono.  A lo largo del día, hablo con mucha gente y me entero de muchas cosas.

– Pero en ocasiones resulta difícil dar crédito a todo lo que se dice, ¿no es cierto?

Durante unos segundos, la joven vaciló. Finalmente, decidió seguir hablando.

– Conozco a los Salcedo personalmente. Sobre todo, a Jota. Tuve la desgracia de salir con él durante algún tiempo – admitió con cierto rubor; al hablar de su pasado, una mujer bonita suele volverse vulnerable.

El despecho se reveló como la razón que había motivado tan informal entrevista. Era evidente Fátima tenía cuentas pendientes con el tal Jota.

– Jota y su padre son los dueños de la empresa – me aclaró a continuación -. Sé que las cosas no les iban nada bien; estaban pensando en cerrar, hacer algo de dinero y dedicarse a otra cosa.

– ¿Les cree usted capaces de hacer algo así?

– El viejo es bastante más legal… Pero a Jota haría lo que fuera con tal de seguir manteniendo el ritmo de vida que lleva.

– ¿Dónde podría localizar a los Salcedo?

– Desde que ardió la nave no se les ha vuelto a ver por aquí – la joven aguardó un instante antes de continuar hablando -. Viven en Aguadulce, en una urbanización privada. Pero Jota tiene alquilado un ático en La Envía, junto al campo de golf.

Cogió una servilleta de papel del servilletero que aparecía sobre la barra y tras pedirle prestado un bolígrafo a uno de los camareros comenzó a escribir sobre ella.

– Esta es la dirección. Tan solo he estado allí en un par de ocasiones – pareció excusarse mientras me entregaba la servilleta de papel. Si le sirve de algo, Jota conduce un Mercedes CLA rojo.

– Me sirve de mucho, gracias.

Con un gesto de satisfacción en el rostro, como si aquella conversación hubiese formado parte de un entramado plan de desquite, Fátima se encaminó hacia la salida con pasos lentos y firmes, contoneando su espléndida carrocería bajo una horda de ávidas miradas.

Era la segunda mujer de bandera que se despedía de mí, levantando la admiración de los que estaban presentes, en lo que iba de día.

Antes de abandonar el polígono industrial, decidí echar un último vistazo los restos de la nave siniestrada. La luz de las farolas anunciaba la llegada de la noche, iluminando vagamente las calles del recinto. Finalizada la jornada laboral, una aparente tranquilidad reinaba en el ambiente.

Mientras caminaba, supuse que con los testimonios que había recopilado en el día de hoy se podría llegar a pensar que el incendio del negocio de los Salcedo no fue fortuito. Sin embargo, todavía carecía de evidencias lo suficientemente sólidas para sostener esa hipótesis en el informe que debía de entregar a Elena Morolas. El dictamen preliminar recogido en el informe de los bomberos, la idea del cortocircuito ocasionado por la devastadora acción de las ratas, seguía apareciendo como la explicación más probable a lo sucedido.

De repente, algo se cruzó en mi camino; con un movimiento fugaz y clandestino, un bulto oscuro se reveló sobre el pavimento. Un segundo después, otro bulto menudo… Y otro más… Pequeños cuerpos parduzcos que comenzaron a adquirir una inquietante forma animal. Como si las hubiese convocado con solo pensar en ellas, las ratas hicieron acto de aparición.

Cuando el grupo que formaban se hizo lo suficientemente numeroso como para causarme repugnancia, supe que había llegado el momento de largarme de allí.

***

Habían pasado cuatro días desde la última vez que vi a Elena Morolas. El lugar que había elegido para nuestro próximo encuentro distaba mucho del dinner en donde nos habíamos encontrado por última vez.

Confortablemente instalado en uno de los cómodos butacones que poblaban la terraza del local dejé pasar plácidamente los minutos bajo la caricia del sol del mediodía hasta que la letrada me obsequió de nuevo con su presencia.

Con una innata elegancia, Elena tomó asiento y, tras pedir un agua mineral, me miró con fijeza. Adelantándome a sus palabras, con un leve gesto de mi diestra, señalé el informe que, debidamente encuadernado, descansaba sobre la mesa que ocupábamos. Sus ojos azules adquirieron ese brillo especial que los poseía cuando se sentía excitada.

– Dime que has encontrado algo…

– Localicé a los propietarios de la neve industrial siniestrada y los sometí a un exhaustivo seguimiento. Ayer saltó la liebre; me condujeron hasta un almacén situado a las afueras de Baza. Allí guardan el género que supuestamente ardió aquella noche… Lo van vendiendo al menudeo, a vendedores ambulantes en su mayoría.

– ¡Vaya con los Salcedo! – exclamó la abogada -. ¿Entonces?… ¿El incendio…?

– Pudo ser provocado. Al menos eso es lo que se desprende de la investigación que he llevado a cabo.

La abogada tomó el legajo entre sus manos y comenzó a hojearlo con satisfacción. Extraje un lápiz de memoria del bolsillo interior de mi americana y lo dejé sobre la mesa.

– Fotos y grabaciones – hice una breve pausa antes de seguir hablando -. Además, compré unas cuantas prendas a uno de los buhoneros que acudieron al almacén y que regenta un bazar en Baza; así podrás demostrar la procedencia de ese género.

– Estaba en lo cierto – dijo Elena a continuación -. Tan solo era un presentimiento, pero sabía que detrás del siniestro podía esconderse un fraude.

– Tienes bien olfato, abogada.

– No tan bueno como el tuyo…  – afirmó la letrada dedicándome la mejor de sus sonrisas -. ¿Qué es lo que te hizo seguir a los Salcedo?

– Cuando comencé la investigación, en el polígono industrial, recopilé unos cuantos testimonios que bien podrían avalar la hipótesis de un siniestro provocado; por otra parte, los informes de solvencia de la empresa que he podido consultar son demoledores: Salcedo Moda Textil y Complementos estaba a punto de irse al garete. Pero no encontré nada concluyente hasta que me fijé en las ratas.

Elena Morolas se estremeció en su asiento.

– ¿Ratas? – repitió sin poder ocultar su aversión hacia los roedores.

– Pululan por el polígono industrial a sus anchas. Y todo apuntaba a que, royendo los cables del sistema eléctrico de la nave indusrial, provocaron el cortocircuito que originó el fuego – antes de continuar con lo que estaba diciendo hice una breve pausa; la letrada permanecía atenta a mis palabras -. Tomé una fotografía de los cuerpos de un par de ratas que aparecían abrasadas junto a unos cables del sistema eléctrico de la nave siniestrada, lo que a priori, reforzaba esa hipótesis. Luego llegó la noche. Y sus congéneres comenzaron a proliferar por todas partes… De hecho, aparecen en varias fotografías que tomé del lugar.

En ese momento de la conversación, mi atractiva cliente parecía asqueada y confundida a partes iguales.

– Cuando llegué a casa, me dediqué a revisar, como es mi costumbre, los testimonios y el material fotográfico que había obtenido a lo largo del día. Y es ahí cuando me di cuenta… Observando las fotografías… Las ratas que aparecían achicharradas junto a los cables eléctricos de la nave no eran exactamente iguales a las demás.

– ¿A qué te refieres con eso? – inquirió Elena.

– Aunque los cuerpos de las primeras estaban chamuscados había diferencias morfológicas entre éstas y las que deambulaban a sus anchas por el polígono industrial. Permíteme que te lo muestre – dije haciendo amago de buscar las imágenes en el informe que sostenía la abogada.

– ¡Laredo! ¡Me dan un asco terrible! – se quejó ésta poniendo el legajo fuera de mi alcance.

– Esta bien… – me disculpé -. Verás – escogí mis palabras para no aumentar la desazón que sentía Elena-, como pude saber después de consultar a un veterinario, los animales que aparecían muertos junto los cables del sistema eléctrico de la nave siniestrada son ratas domésticas, las llamadas ratas rex, que se suelen emplear como mascotas.

Elena Morolas me miró con los ojos muy abiertos.

– Alguien las puso allí deliberadamente para hacernos creer que las ratas que abundan en el polígono, ratas comunes de alcantarilla, fueron las causantes del desastre. Por eso me pegué a los talones de los Salcedo hasta que me llevaron al almacén de Baza. Después de aquel hallazgo, estaba totalmente convencido de que ocultaban algo – afirmé.

Elena me dedicó una mirada de admiración; una de esas miradas que, cuando provienen de una mujer a quien se desea, son capaces de presagiar los intensos momentos que están por llegar.

– Has hecho un excelente trabajo, Laredo – reconoció la letrada mientras que introducía el informe de la investigación en su ataché de genuina piel.

– Todo un placer – agradecí sosteniendo intencionadamente su mirada teñida de añil.

– Te ingreso el importe del total de tus honorarios mediante una transferencia en cuanto llegue al despacho – dijo Elena levantándose inesperadamente de su asiento, interpretando a la perfección su papel de femme fatale, esa mujer bella y en apariencia sosegada pero que, en la práctica, puede convertir a los hombres que la rodean en victimas de sus propias pasiones.

A modo de despedida, asentí con un gesto. Cuando de ella tan solo quedó las reminiscencias de su perfume, llamé al camarero. Quizá fuese algo temprano para tomar una copa, pero… ¿Por qué no? Además, había llegado a imaginarme terminando esa jornada de una forma muy diferente.

Eran cerca de las doce y cuarto de la mañana, en pleno del mes de junio. El sol brillaba en lo más alto. Vestía una camisa blanca, pantalón burdeos y mi bléiser azul marino. Estaba aseado, afeitado y, por el momento, sereno. En esos momentos era todo lo que un detective privado debe ser: un tipo listo, que bebe un poco de más, y sin mucha suerte con las mujeres.

 

Nota del autor: Tanto en el párrafo final de este relato, como en el que cierra su primera parte, he tenido la osadía de parafrasear al genial Raymond Chandler cuando en su obraEl sueño eterno” describe al detective Philip Marlowe, su icónico protagonista: «Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno, y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares».

 

 

 

 

 


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